Reno, una ciudad chiquita que pretende ser grande. Pero las luces no engañan lo suficiente, los espectáculos anunciados en los casinos no crean la suficiente expectación. No hay tanto como esta ciudad quiere aparentar en un principio, y finalmente lo que hay tampoco corresponde a lo que merece una ciudad chiquita como esta.
Nada en Reno es lo que debería ser, lo que la ciudad quiere ser, nada encaja en Reno. Hay como una niebla invisible, como una maldición que pesa sobre esta ciudad. No hay vida en todas sus luces, que tampoco son suficientes, no hay un movimiento de gente -eso,sí, coches que pasan- y la gente que se mueve son algunos grupos de estudiantes aislados, y los omnipresentes vagabundos, buscando encontrar algo para pasar la vida. El strip de Reno es realmente pequeño, y escasamente intenso en actividad. Es como cruzarse por el desierto con un bar gasolinera aislado que ofrezca un espectáculo de Broadway. Esa es la sensación que deja el downtown de Reno, que empieza y termina en ese arco de luces donde luce, con aparato luminoso pero sin convicción, el lema de la ciudad. Algo que busca querer ser más que poder ser. Que aspira a ser grande espectáculo pero que no cuaja, porque Reno es y ha sido siempre un lugar de paso, el camino a California, la parada de los buscadores de oro y plata que, tras su cosecha de riquezas, se marcharon a San Francisco; la parada constante de los que atienden a los viajeros, de los que crearon el juego para ganarse la vida, de los que quedaron atrapados por el juego y en él lo consumen todo. Como en un ciclo viciosamente maldito, sigue siendo un lugar anclado en esta maldición. Y no puede crecer, cambiar, no puede brillar de ningún modo, atrapada por la fuerza centrífuga que la genera. Reno está embrujada y probablemente no se da cuenta. No se resiste a sí misma. Crece y se consume en su propia forma de vida. Y luego se deja estar, consumir. Reno es el sapo de los cuentos, pero un sapo que no se convierte en princesa, en la princesa del desierto que podría aspirar a ser.
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