Este es quizá el paisaje de infancia que más extraño y que más entraño.
A la orilla del Nervión, el extraño ingenio que es el Puente Colgante de Vizcaya cruza por el aire, pendiente de un hilo, la ría de Bilbao en su cercana desembocadura al mar. Así une las orillas que yo hube de cruzar diariamente en mi niñez y temprana juventud, años de escuela, como si fueran breve metáfora de las oceánicas que debo cruzar ahora, mediante otros puentes aéreos, aunque afortunadamente en temporadas más espaciosas. La imagen se abre paso hacia el Abra, auténtica bahía reforzada artificialmente que da paso al mar Cantábrico, lleno de los sueños marítimos y aventureros de Baroja, y pleno de historia industrial en el último siglo. Un remolcador, tan típico, un reflejo tan vivo de la tradición marinera de mi pueblo, parece ir a buscar un barco, quizás un tanto fantasma por su escasez en estos días y en estos lares, sombras pacíficas de la Historia. Detrás del fotógrafo, en el otro sentido, serpentea la ría buscando la capital, Bilbao, pero ya no queda en su camino casi ninguna imagen de mi infancia, puesto que toda la industria de Altos Hornos de Vizcaya ha sido borrada como un sueño en menos de quince años, y sus chimeneas ya no enseñorean ni escoltan enhiestas los barcos que, en menor medida, aún alcanzan estos puertos. Imágenes de la memoria, orillas rescatadas del mar de la existencia.
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