La noche familiar del Thanksgiving con sus kilos de comida termina en la madrugada de inicio del periodo de las compras de Navidad, aunque aun falte un mes para la llegada de Santa.
Las cinco de la madrugada es la hora mágica en la que numerosos estadounidenses no quieren perder ni una buena oferta ni una tradición bien propia del consumismo delirante que caracteriza su cultura en el último siglo. A las cinco de la madrugada del viernes que sigue al Thanksgiving, los principales almacenes y zonas comerciales abren las puertas ante una cola inmensa de familias e individuos dispuestos a conseguir esas game-boys para los sobrinos o una televisión digital nueva y extraplana. La semana anterior los buzones han quedado repletos de propaganda, y en algunas casas, la sobremesa del día de Acción de Gracias, ya visto y olvidado el tradicional partido en la TV, se consuma con una lectura comunitaria de los folletos publicitarios. Y así llega el Black Friday, uno de los de más actividad comercial en todo el país. Me han contado los testigos de este año, que la buena educación no tiene lugar, y cada cual se lanza como puede a por lo que puede. Es el clímax de la cultura del shopping, de las compras, en este país en el que el día a día cotidiano se llena de algo que te venden, de algo nuevo que comprar, de algo viejo que guardar en el garaje, revender, donar, o raras veces tirar. por ejemplo, en el centro de Reno existe un Antique Market que, por supuesto, no vende principalmente antigüedades, aunque pueden encontrarse algunas chapas metálicas de mediado de siglo XX, e incluso alguna estufa de principios de siglo, y está lleno, a modo de bazar, de auténticos cachivaches en todo tipo de accesorios, muebles y juguetes, Barbies de segunda mano incluidas. Mucha gente se desprende de muchas cosas, y algunas llenan este tipo de tiendas, que según el estilo acaban pareciendo un museo del caos. En otro tipo de almacenes, es fácil descubrir algo similar pero con el resto de stocks que no se vendieron en otros grandes almacenes, y el chocolate y los bombones se mezcla con marcos para cuadros o pantalones de tallas sueltas. Y sin duda, por materialista que sea, esto forma una cultura del consumo que va desde la oferta más reciente de un producto nuevo y en promoción hasta el mueble de cuarta mano que es buscado por el estudiante que alquila piso y necesita amueblar, porque todos los pisos se alquilan vacíos. Los Estados Unidos conforman así un país de movimiento continuo de objetos que se trasladan, se compran, se venden, se donan. No es extraño ver los famosos pickups (rancheras) y furgonetas varias, trasladando muebles de una zona a otra de la ciudad, porque se ha comprado casa nueva, o de una ciudad a otra porque se ha cambiado de trabajo. Algunos objetos se trasladan, y otros se venden o dejan, se donan para los más pobres. En primavera, en relación con esta cultura, es muy fácil encontrar ante los garajes o jardines de las casas, carteles que indican la venta de algunos muebles de la casa a precio de saldo; se pregunta al dueño, que posiblemente esté sentado ante su casa, rodeado de algunos muebles y objetos que quiere vender (incluso discos compactos de música), y se visita la casa en busca de un mueble que desea ser retirado para cambiar, como cada año, el estilo del salón. Uno llega con su furgoneta, para, compra, y marcha con este mueble que el próximo año, a su vez, venderá para conseguir otro mejor, quizá no de segunda mano. No deja de ser sorprendente y admirable, si obviamos os aspectos morales de tanto consumo, cómo funciona esta cultura de consumo a todos los órdenes y en relación con todos los objetos que entran en el juego: desde el centro comercial que ofrece la novedad tecnológica hasta el bazar de antiguallas que tiene ya lo que pocos quieren y, eso sí, unas cuantas curiosidades que merecen la pena, aunque estén entre un caos un tanto morboso de muñecas mutiladas y pasadas de moda, y algunas latas y vasos de vidrio usados que a saber de qué guerra doméstica llegaron.
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