Cualquiera que se pasee por el centro, el downtown de Reno, a primera hora de la noche entre semana, no solamente se encontrará con los momentos de soledad en la city, sino también con la extraña fauna humana que se cobija bajo el cielo estrellado de esta burbuja del desierto llamada Reno.
Especialmente en la estación central de autobuses locales, por donde ha de pasar todo aquel que desee ir a uno u otro de los puntos cardinales de la ciudad. Autobuses que sólo usan los más pobres y los más viejos, todos aquellos que por diferentes razones no se pueden permitir el uso de un coche. La estación central, pequeña y algo desangelada, acoge como un resumen microcósmico toda la monstruosidad de aquellos seres que vienen y van sin saber muy bien cómo ni por qué, ni a dónde, o sabiendo que su destino es llegar al Hilton para buscar clientela masculina tras la mesa de poker y con la banda sonora de una tragaperras. La gente que acaba en la estación, es gente ya ida, ida del mundo en el que la mayoría intenta hacerse un hueco para no acabar así. Es gente perdida, en una estación de paso quizás hacia otro autobús semejante al anterior. Al fin y al cabo, todas las líneas de Reno terminan allí, en la estación central. Como un núcleo centrípeto. Muchos se quedan por allí dando vueltas, rondando las afueras solitarias de los casinos luminosos del centro. La mayoría están desahuciados, económica y mentalmente. No son exactamente mendigos, y eso es lo más terrible: la idea de mendigo no se soporta fácilmente en esta sociedad; y así, walking around the bus station, quedan los tarados, en esta parada eterna de los monstruos. Monstruos bien humanos, nuestro rostro perdido y huido, y olvidados hasta de sí mismos.
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