Aunque la diligencia que puede verse ante la puerta del Saloon es la evolución de aquellas que acostumbramos a ver en las películas, Virginia City se mantiene con ese espíritu fantasmal recuerdo del momento esplendoroso en que su auge la convirtió en una de las ciudades más importantes de la costa Oeste, allá por 1860 y 1870.
El hallazgo de oro y sobre todo mucha plata atrajo hasta treinta mil residentes en aquellas fechas, y muchos ricos nacieron aquí y llevaron sus ganancias a San Francisco. Se conserva casi intacta esta calle C, en la que se pueden encontrar los principales servicios de una ciudad de la época: saloons, hoteles, periódico, prostíbulo, casa de bomberos, teatro de la ópera, muchos de ellos convertidos ahora en museos, tiendas o bares. La ciudad reunió gran actividad comercial, cultural y canallesca. Desde un club de caballeros en el que participaron señeras figuras culturales de la época (con un naciente Mark Twain que trabajó eso años como periodista en el Territorial Enterprise) hasta el club nocturno frente a él, convertido en museo prostibulario en el que aún se recuerda a Julia Bulette, la dama de Comstock. Virginia City es un lugar, a pesar de las numerosas tiendecitas con tendencia a los recuerdos sesenteros de los iconos estadounidenses, con misterio, lleno de fantasmas, fiestas de vaqueros, un lugar minúsculo y breve entre sus colinas, como su historia, pero tan intensa que llegó a legendaria. Ahora residen allí los fantasmas de una ciudad que fue y que descansa ahora como flotando en un extraño sueño sobre el aire de sus túneles horadados y vacíos. Se llevaron los tesoros pero dejaron las historias: dejaron generosamente la estructura vital y humana que construye y hace perdurar las ciudades en la memoria. Hacia el valle, tras la torre de la iglesia católica, puede verse Comstock Lode, el lodazal del que salió tanto brillo, y en él las minas, como detenidas, en un atardecer violáceo difícil de tocar.
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