sábado, 2 de agosto de 2008

Una bodega en Villány


Villány es un pueblecito del suroeste de Hungría conocido por sus bodegas. Al igual que Eger o Tokaj, es uno de los centros productores del mejor vino del país. Blanco, rosado, tinto. Todos los matices para un paisaje de colinas suaves que asoman hacia el sur a Croacia. Cerca, muy cerca, transcurre el Danubio, amplio y solemne. Las viñas se extienden y el atardecer es dorado. El visitante respira la absoluta tranquilidad, el reposo absoluto del campo, la pureza del aire y el frescor de la brisa. A la entrada de Villány, sobre una ladera, un hombre fuma y toca su acordeón. Quizá lo haga todas las tardes, quizá nunca se haya movido de ahí, quizá nunca lo haga en el futuro y permanezca para siempre mientras unas notas suspendidas en el aire hacen vibrar la luz.

Nos dirigimos a una de las numerosas bodegas, nos internamos en el camino que nos ha de llevar hasta ella, caminamos entre viñas en hileras. Algunos perros ladran en las cercanías. Es septiembre y las uvas están en su punto. Dulces. Por supuesto, al llegar nos recibe toda la familia (pues es negocio familiar) y la señora de la casa, con una sonrisa nos ofrece un vasito de palinka casero, que hay que tomar. Me acuerdo de otras tantas veces, como si viviera una vez más la eterna bienvenida al cielo mediante el licor divino, sin duda de Zeus, pues sabe divinamente a rayos. Ahora parece un atardecer más rojo, y el alcohol se siente caer en el estómago aún vacío. Desde la puerta de esta casa húngara se divisa toda la campiña con sus vides. Un instante para la eternidad. Refresca. Entremos, pues el calor del hogar nos espera. El interior rústico en madera oscura y yeso blanco está decorado con austeridad. Algunos páprika, algunos instrumentos de cocina. Dos grandes mesas corridas esperan a los comensales, y reciben unos calderos llenos de disznópörkölt, un típico guisado de cerdo a la húngara. Con galuska, claro. Y unos pepinillos y páprika en vinagre para acompañar. Mientras el estómago comienza su tarea el bodeguero, orondo, tranquilo y orgulloso nos explica el origen y la historia de la bodega, y después presenta la primera botella de vino, la primera degustación. Un blanco suave como la luz que dejamos al entrar. Un chardonnay excelente del año 1999. Parece que las grandes cosechas fueron las del 97, 99 y 2000. Una segunda botella nos trae quizá el mejor rosado que yo he probado en este país: un Cuvée Rosé del año 98. De un color bermejo acariciador, resulta admirablemente ligero. Finalmente llegamos a los tintos: un Kékoporto y un Kékfrankos, y por petición del catador un Cavernet Sauvignon. También un Cuvée llamado Diana en honor a la hija del bodeguero: una interesante mezcla de sabores. Tras la cena, descenso a los cielos del vino, la bodega. Es el momento de comparar unos y otros vinos, unas y otras barricas. El bodeguero, avezado, bebe el que más, parece feliz compartiendo su vino, comentando sus experiencias. Sonríe pleno de satisfacción. El vino y la charla corren parejos al son de una música húngara que no suena esta noche, pero que otras muchas sí. No importa, en nuestro interior podemos sentir algo de su ritmo y algo de su melancolía, mientras las copas llenas imprimen los cambios modales en la partitura y el descorche de botellas un cambio de tempo...

Al salir, todo está oscuro y hace frío. Se impone el regreso. Atrás queda bodeguero y familia, vinos y barricas. Pero todos nos llevamos, a buen seguro, no sólo una placentera e ilustrativa experiencia, a más de unas cuantas botellas encima, sino también un exquisito e imperdonable sabor de boca.

1 comentario:

Maribel dijo...

!bien por el bodeguero, como buen amante del vino, sabe que la mejor forma de disfrutarlo es en compañía. Como el olfato es el mejor aliado de los recuerdos, esas uvas, sabores y texturas traerán de nuevo a vuestra memoria esa bodega en Villány y volvereis a sentiros en familia. A vuestra salud!