La historia de Reno, Nevada, está unida a dos elementos que traen y llevan gente: un tren y el negocio de unas minas de plata.
Fundada el 13 de mayo de 1868 y tomando prestado el apellido de un oficial unionista muerto en la guerra civil, muy lejos de estas tierras, Reno nació como un puente sobre el río Truckee que conectaba la cercana Virginia City con la Ruta de California, la más importante vía de comunicación que atravesaba el Lejano Oeste. El puente, modernizado, todavía se mantiene, y da entrada al downtown o centro de la ciudad. Un centro dominado por la omnipresencia de altos casinos y bajos moteles, luces rosas, verdes, arco iris fluorescentes, coches en hilera entrando y saliendo de los casinos o simplemente cruzando, y sólo algunos viejos, locos y vagabundos perdidos en el vacío tránsito de las aceras. La actividad bulle de puertas para adentro, así que este downtown a menudo aparece entre una inquietante soledad, sin actividad alguna, sin rasgos de vida. Calles vacías. Algunos locos y tullidos olvidados por el sistema y por los hombres. No hay comercios, apenas salpican algunas tiendas de souvenirs, y las fachadas de los casinos delimitan esta vida social inexistente en el centro de una ciudad que parece ser de paso, a medio hacer. El tren de la Union Pacific, aquel por el que nació la ciudad, pasa sin detenerse varias veces al día y también por la noche, con su prolongado y persistente pitido, a menudo sin pasajeros, repleto de una opaca e indescifrable mercancía, e interrumpe el tráfico rodado con su larga cola, inmensa y pesada; un tren que se sacude el frío del lejanísimo Chicago y busca la humedad cálida y neblinosa, ya cercana, de la bahía de San Francisco. Este tren centenario atraviesa pesadamente las luces fluorescentes, este tren del dinero cruza las modernas minas de plata que ahora son los casinos, sin detenerse. Virginia City es un bello pueblo del pasado, lleno de fantasmas y pendencias de la fiebre del oro y la plata, y Reno toma su relevo en el siglo XX, un relevo de gente que pasa a trabajar en las minas que son los casinos, en sus túneles conectados, o gente que pasa el fin de semana entre máquinas de juego, buffets y espectáculos con treinta años de nostalgia. O gente que pasó la frontera de México y, sin papeles, buscan un lugar donde empezar, y pasar luego a otro lado. Entre la desolación de los casinos y sus luces apáticas observando impertérritos la soledad de sus calles, los aparcamientos inmensos de innumerables coches dormidos, los destartalados moteles de carretera y las blancas capillas de boda al instante, desde el centro de Reno se oye por la mañana, por la tarde y en la nocturnidad de la noche, casi a todas horas, como atrapando con su lazo sonoro a la ciudad, ese prolongado pitido de un tren que pasa, pasa, pasa.
Un tren que cruza silbando este centro fantasma de circularidad obsesiva en el juego y el sueño americano de la fortuna, un tren que con su silbido perenne abraza este centro y lo aisla y determina aún más en su circularidad sin fin y sin salida, pero que nos recuerda en los momentos de lucidez la existencia de otros lugares afuera. Sin embargo, cuando finalicen las obras -nuevos mineros- que pretenden hacer subterráneo el paso del tren, ese centro fantasma se sumirá en el silencio de los lugares que sólo existen en sí mismos y sus nombres se recuerdan en antiguos mapas como leyendas lejanas de lugares inencontrables.
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