lunes, 15 de diciembre de 2008
Santa Lucía y la silla de las visiones
Pero Santa Lucía invoca no sólo la visión del futuro en este juego ritual e infantil de nombres el azar, Santa Lucía invoca también la visión de aquello que no se ve, lo oculto en la realidad, el mundo espiritual que nos rodea y que se escapa ante nuestra vista terrena. Y se logra a través de la construcción de una silla. El interesado, como si del protagonista de un cuento se tratara, debe buscar trece ramas de árboles distintos y, una a una, día a día, desde la celebración de Santa Lucía, pulirlas, prepararlas y ensamblarlas para elaborar con sus propias manos e individualmente una silla, la silla de las visiones.
La silla, probablemente algo tosca y rudimentaria, quedará terminada el día de Nochebuena, el 24 de diciembre por la noche, y, asegura la leyenda que, si acudimos con esa silla a la iglesia, en el momento de la medianoche, con las campanadas que inician la Misa del Gallo, podremos admirar cómo por la iglesia vagan los espíritus malignos y cómo revolotean a nuestro alrededor, sin percibir daño alguno por el espectáculo.
Santa Lucía los conserve la vista. Y a nosotros también.
martes, 2 de diciembre de 2008
Jó étvagyot!
viernes, 14 de noviembre de 2008
Memorias del comunismo
Es un lugar común entre muchos adultos de izquierdas recordar cómo en la época socialista, especialmente en los años de Kádár, todo el mundo tenía un trabajo, tenía un techo y tenía con qué alimentarse. Algunos jóvenes, sin embargo, resaltan que en aquella época, al decir de sus padres, no había variedad, por ejemplo, el plátano era una fruta desconocida y mítica que sólo los hijos de los grandes políticos podían comer. Parece ser cierto que en aquella época no existía una riqueza, un sentido desarrollado de la posesión, un ahorro por parte de las familias, porque gran parte de lo necesario lo proporcionaba el estado. Me cuentan que las familias se desplazaban sin apenas pagar nada hasta zonas de recreo para veranear en campamentos que compartían con otras familias. O que había intercambios entre colectivos de diferentes ciudades para conocer las respectivas localidades. Me cuentan también, y aun quedan, abandonadas, las ruinas de lo que hasta hace diez años aun funcionaba, que en todos los barrios había en los parques, numerosos también ahora, una serie de columpios para los niños, e incluso piscinas. Ahora yacen rotos y abandonados, porque no hay suficiente dinero y atención para ellos. Me cuentan que las madres, cuando parían un hijo, tenían tres años de baja en el trabajo, sin dejar de cobrar un forint, para dedicarlos por entero al recién nacido. Es algo que aun se mantiene, si bien el porcentaje del sueldo que se cobra es inferior al total correspondiente. Me cuentan muchas cosas del socialismo, del comunismo. Ante todo, hay cierta nostalgia por la seguridad de unas necesidades básicas que con la entrada del capitalismo ha desaparecido. La sombra del paro, el coste de la vida, la amenaza constante de las modas y las drogas son una preocupación para muchos padres, que ven que el futuro de sus hijos depende ahora de otras razones. Aunque la mayoría de ellos vive inmerso en el cambio y en la posibilidad de las esperanzas que llegan desde Europa y ocupan los televisores en forma de programas espectáculo y publicidad arrasadora.
Ahora dicen que hay gente mayor en paro que lo está porque en el comunismo todos tenían trabajo pero no todos trabajaban. De hecho, hay continuas parodias a este trabajador perezoso que nunca trabajaba porque nada ganaba ni nada perdía. Estos vagabundos no tienen buena fama, acaso los toman por hombres locos.
viernes, 31 de octubre de 2008
La isla de las brujas y la noche de los muertos
Hoy es 31 de octubre, es la noche de los muertos y hay luna llena. Los cuervos pueblan toda la ciudad desde hace siete días. A orillas del Tisza, a unos centenares de metros de la ciudad, queda la linde del bosquecillo al que denominan isla de las brujas, pelado de hojas por el otoño y sumido ahora en la penumbra de la noche. Un murciélago vuela por el anochecer. Todavía hay algunos pescadores y nosotros avanzamos con las bicicletas hasta encontrar un recodo adecuado para el rito que queremos realizar. Todo está en silencio, excepto los ecos habituales de la naturaleza, sospechosos siempre en estas circunstancias. Un bicho bastante grande nada por el centro del río, resulta inidentificable. Es la noche de los muertos y los espíritus. En casa nos aguarda nuestra calabaza vacía, esperando con su sonrisa entre cómica y asustadiza, su vela, y también nos espera, tembloroso, un dulce de calabaza, listo para comer. Pero ahora estamos lejos de casa, camino de las sombras, por el sendero de la isla de las brujas, en una noche que, de alguna forma humana, hay que celebrarla. También si se está lejos de casa.
El lugar lo merece doblemente. Hace casi trescientos años en este mismo paraje se consumó la última quema de brujas en Europa, mediante el conocido proceso de Szeged. 13 personas fueron quemadas, el 14 de junio de 1728, y una fue absuelta por embarazo. Previamente, durante el proceso, otras cuatro habían perecido por las torturas y la “prueba” del agua: arrojados al río, aquellos que flotaban eran juzgados y sentenciados; los que no, eran inocentes. Pero los inocentes ya no volvían nunca más y, aogados, eran arrastrados por la corriente del río. Este proceso escandaloso y excepcional en tierras húngaras, que pese a lo que nos sugiera su evocación era bastante pobre en brujerías, parece que tuvo lugar por una serie de cambios climáticos bruscos problemáticos para la economía local y una serie de privilegios otorgados a ciertos extranjeros que llegaban a la ciudad para asentarse. Poco a poco cundió el pánico al hablarse de brujas y aquello generó una venganza social. Se utilizaron los manuales inquisitoriales más crueles existentes en Europa en un proceso que comenzó el 14 de junio de 1728 y que finalizó en el fuego poco más de un mes después.
Desde aquel instante al lugar de la ejecución se lo conoce como isla de las brujas, y en esta noche de fantasmas intentamos recordar este hecho formidable. La luna llena ilumina el curso del río. Nos sentamos a la orilla. Pensamos también, cada uno, en nuestros fantasmas, en nuestros muertos, en nuestras vidas. En aquellos que ya se los llevó el río, esos ríos que van a dar a la mar. Es obvio que el destino ha preparado esta mañana la clase de literatura y he tenido que explicar aquellas coplas de Manrique a la muerte de su padre. En algún momento y lugar suena una campana lejana. Sólo escuchamos su eco. Despierte el alma dormida, avive el seso y depierte...
Encendemos una vela, al modo budista, y la hacemos flotar en el río. Brilla como nada en el paisaje, y al principio parece viajar a contracorriente, río arriba. Es quizás el espíritu de los muertos, que se manifiesta sobre toda ley natural. Finalmente, alcanza el centro del río y la llama comienza su viaje inexorable, alma en pena. En el cielo, titilan las estrellas; en el agua, flota y se consume, lentamente, la llama. La vemos alejarse y nos retiramos, buscando en el silencio oscuro la salida del bosquecillo, un sendero que nos conduzca de regreso a la vida cotidiana. Encontramos la pista de tierra, el camino de los vivos: desde allí se ve otra luz, la luz de la ciudad; las torres iluminadas de la iglesia votiva, por encima de todo, nos dan la bienvenida mientras sus campanas, y por encima de todas la llamada campana de los héroes, tañen anunciando una nueva hora que pasa, una hora que ya ha pasado, una hora que hemos consumido, quizás también consumado, y que ya no volverá.
domingo, 26 de octubre de 2008
Hungría y su fantasma
lunes, 15 de septiembre de 2008
La vendedora de muñecas
Cerca de la plaza Csillág, en una calle transitada de nuestro barrio de viviendas grises, hay un banco de madera junto a unos matorrales. A menudo se sientan ahí escolares esperando a compañeros y charlan un rato; o descansan algunas mujeres camino de la compra; o se sientan momentáneamente algunos hombres borrachos que no saben qué dirección tomar exactamente. Todos pasan unos minutos ocasionales por este banco. Sin embargo, existe una mujer que con sorprendente irregularidad pasa horas enteras en ese banco, se adueña tímidamente de él por las tardes y ofrece a los transeúntes un espectáculo silencioso y desapercibido: no viene sola, y la acompaña su colección de muñecas. De muñecas de trapo. No sé si la mujer, que lo parece, ha trabajado en la costura e incluso en la realización de estas muñecas durante años. Lo cierto es que, sin ser una anciana, pero con el tiempo de quien ya no lo cuenta, trae consigo algunas de sus muñecas y las coloca junto a ella para venderlas. Todas destacan por su sonrisa y por un aire de familia que las envuelve. Hay muñecas y muñecos, de cuyos atuendos puede uno imaginar bailarinas y piratas, o simplemente muchachas y muchachitos vestidos a una moda indefinida pero muy variada. Las muñecas están hechas a todo detalle, cada pieza de sus trajecitos sencillos (camisa o camiseta, pantalones, manguitos) es individual. Las muñecas son muñecas como las que uno ha podido soñar toda la vida: tiernas, cercanas, eternas confidentes, a las que uno no se resiste en abrazar, y con las que puedes inventar mil aventuras porque mil aventuras sugieren. Los ojos y la sonrisa están pintados, siempre hay un cierto rubor en las mejillas de caras pálidas. Bueno, también hay muñecas mestizas. De todo hay. Y miran a los transeúntes silenciosas y pacientes, como su creadora.
A veces, quizá en primavera, esta vendedora de ilusiones aparece como por arte de magia en al banco. Camino del supermercado, te cruzas con ella, que calla sola o charla con alguna otra mujer; a la vuelta de tus quehaceres, un rato más tarde, ya ha desaparecido. Varias veces nos hemos acercado y, por supuesto, hemos elegido muñecas: la primera que compramos se llama Jutka, una muñequita pequeña, de ropita verde y oscura, pelirroja, con una de las sonrisas más hermosas que jamás he visto en muñeca alguna. A ella, en otras ocasiones, han seguido algunas más, siempre como regalo para personas a las que queremos. La vendedora, a pesar de nuestra incompetencia lingüística, siempre se esfuerza por hacernos ver lo bien hechas que están las muñecas, con explicaciones detalladas y demostraciones prácticas. Lo hace con pasión, con alegría, con cierto orgullo. Yo me deleito, mientras la ciudad sigue su ritmo, en la contemplación de aquel paraíso improvisado. Es tan difícil elegir. Y supone una natural tragedia, pues la mujer, cayendo en la cuenta de que sus preferencias han sido captadas por el cliente, que se lleva una de las más hermosas parejas, las abraza por última vez y se despide tierna y cuidadosamente de ellas envolviéndolas en una bolsita de plástico que ata con un lazo de color.
Ya no sé cómo imaginaba las hadas en mi infancia, supongo que con velos, luces y vestidos, seguramente en escenarios muy distintos a una calle de asfalto quebrada por el tiempo; pero ahora puedo asegurar que descubro y reconozco -con mayor emoción y sobrecogimiento que nunca- a las verdaderas hadas, tan humanas en su esplendor, cuando preocupado por comprar la leche o el pan me encuentro inesperadamente que un banco de la segunda calle a la derecha de la plaza de la Estrella, parece poblarse, como por arte de magia, de un sinfín de niños perdidos como llegados del País de Nunca Jamás que esperan ser reconocidos por los ojos de los que pasamos, que caminamos como perdidos en la rutina de nuestros hábitos.
lunes, 1 de septiembre de 2008
Los basureros de la ciudad
Frente a la ventana de nuestro primer piso está Kuka. Kuka no es ningún animalito travieso, pero es un quieto observador de la vida del barrio. Kuka se llama así porque un buen día alguien llegó hasta él y dejó tal nombre marcado en negro sobre el fondo gris de su chapa metálica. Kuka es nuestro contenedor de basuras: sumiso, callado, paciente con todos nosotros. Acepta con infinita delicadeza nuestros múltiples y variados desperdicios. Pero aun hace más. Como si fuera una sede móvil de alguna ONG singular, permanece en todo momento en su puesto a la espera de quienes, faltos de recursos propios, se nutren de los restos de los ajenos.
A veces miramos por la ventana y nos encontramos, tan frecuentemente, con la siguiente imagen. Un hombre, una mujer o una pareja, llegan en unas bicicletas tan viejas como ellos, y se detienen frente a Kuka. Kuka espera y se deja hacer. Los viejos hurgan en su interior, buscan. A veces salen cuartos de hogazas de pan, fruta, otros alimentos. O ropa. O restos de botellas de vino. O el vidrio, despreciado a menudo pero retornable en muchos establecimientos. Añaden todo lo útil a sus bolsas de plástico, a las cestas de sus bicicletas. Luego reemprenden la marcha hasta el siguiente contenedor, unos metros más allá. Son numerosos los que repiten esta operación a lo largo del día. Algunos incluso llegan con guantes desgastados por el uso, por la suciedad y por el tiempo. Kuka y otros como Kuka les sirven de mercado de abastecimiento cotidiano. Frente a las grandes superficies como CORA, TESCO o METRO, que anuncian una Navidad llena de gastos, se sitúan a lo largo de la ciudad estos minimercados de la supervivencia, con los restos de lo que los demás nos negamos a consumir.
Resulta duro y difícil verlo, reconocerlo, y asumirlo, cuando por costumbre observamos a través de la ventana y hallamos, a veces bajo el frío, al hombre, a la mujer o a la pareja de viejos rebuscando entre la basura para encontrar algo que les sirva de sustento o ayuda para subsistir en un futuro que, para ellos, no se promete en ningún aspecto mucho mejor.
jueves, 21 de agosto de 2008
El foso de Attila, rey de los hunos
Cuenta la leyenda que Attila, aquel rey de los hunos tan famoso y criticado por la Historia, está enterrado en el río Tisza, por supuesto en sus riberas, en las cercanías de Szeged, pero nadie sabe muy bien dónde, porque de hecho, ni su tumba ni sus ataúdes han sido hallados. Esto me lo cuenta un digno sucesor suyo, un Attila de diecisiete años que me explica lo siguiente respecto al misterio insondable de un solo cuerpo y tres ataúdes. Resulta que el huno Attila dispuso para sí tres ataúdes: uno de oro, otro de plata y un tercero de plomo. El de oro era el más pequeño y fue introducido en el de plata, y el de plata a su vez en el de plomo. Parece ser que una vez concluida la operación llegó Csaba, hijo de Attila, y mató a todos los servidores de su padre, e hizo desaparecer los tres ataúdes con padre incluido. Con lo cual, este misterio nacional relacionado con la no menos misteriosa y confusa historia de los orígenes del pueblo húngaro queda sin resolver. Quizás, con todo el lío de probar cómo iba lo de los ataúdes, Attila se olvidó en primer lugar de meterse en el ataúd de oro y luego fue demasiado tarde para hacerlo y poder escapar así, muerto o vivo, poco importaba quizás, a la ira de su hijo Csaba, que seguramente no dejó ni quiso dejar rastro de él, ni siquiera el rastro que decían que dejaba su padre Attila, y sobre el cual no crecía la hierba nunca más. Posiblemente aquí acabó su recorrido, por qué no, y a fe que pensó que en un lugar tan verde habría de descansar mullida y frescamente para el resto de la eternidad.
domingo, 10 de agosto de 2008
Los 13 de Arad y la cerveza
El 6 de octubre se conmemora un hecho de importancia nacional en Hungría. El mismo día del año 1849, trece generales del ejército independentista húngaro fueron ajusticiados en la ciudad de Arad (actualmente Rumanía). En aquella guerra de independencia frente a los austriacos, Hungría fue, una vez más, la perdedora, y como castigo ejemplar, el Imperio decidió asesinar públicamente a estos militares, que desde aquel momento son ya héroes de la patria.
Los austriacos celebraron con cerveza la victoria y el acontecimiento, mientras gritaban en contra de los perdedores. Aquello fue quizás excesivo para el pueblo húngaro, humillante en demasía, y el descaro debió de ser patente, porque desde aquel año se forjó la promesa común de que ningún húngaro brindaría con cerveza, al menos durante ciento cincuenta años. En recuerdo de este suceso y de la indignidad del vencedor. Y así ha sido.
Esto lo demuestra un acontecimiento reciente. Me cuentan que una cerveza alemana tuvo hace un tiempo la mala suerte de centrar su publicidad sobre varias personas brindando con la cerveza. Pronto debieron retirar la campaña porque no tuvo éxito alguno.
Así, si ustedes echan cuentas, solamente hace un par de años que este periodo venció, y ya algunos húngaros brindan con cerveza. Pero, es curioso, la mayoría prefiere conservar esta costumbre, y perpetuarla como recuerdo de aquel deshonor. La costumbre se ha convertido en tradición.
sábado, 2 de agosto de 2008
Una bodega en Villány
Villány es un pueblecito del suroeste de Hungría conocido por sus bodegas. Al igual que Eger o Tokaj, es uno de los centros productores del mejor vino del país. Blanco, rosado, tinto. Todos los matices para un paisaje de colinas suaves que asoman hacia el sur a Croacia. Cerca, muy cerca, transcurre el Danubio, amplio y solemne. Las viñas se extienden y el atardecer es dorado. El visitante respira la absoluta tranquilidad, el reposo absoluto del campo, la pureza del aire y el frescor de la brisa. A la entrada de Villány, sobre una ladera, un hombre fuma y toca su acordeón. Quizá lo haga todas las tardes, quizá nunca se haya movido de ahí, quizá nunca lo haga en el futuro y permanezca para siempre mientras unas notas suspendidas en el aire hacen vibrar la luz.
Nos dirigimos a una de las numerosas bodegas, nos internamos en el camino que nos ha de llevar hasta ella, caminamos entre viñas en hileras. Algunos perros ladran en las cercanías. Es septiembre y las uvas están en su punto. Dulces. Por supuesto, al llegar nos recibe toda la familia (pues es negocio familiar) y la señora de la casa, con una sonrisa nos ofrece un vasito de palinka casero, que hay que tomar. Me acuerdo de otras tantas veces, como si viviera una vez más la eterna bienvenida al cielo mediante el licor divino, sin duda de Zeus, pues sabe divinamente a rayos. Ahora parece un atardecer más rojo, y el alcohol se siente caer en el estómago aún vacío. Desde la puerta de esta casa húngara se divisa toda la campiña con sus vides. Un instante para la eternidad. Refresca. Entremos, pues el calor del hogar nos espera. El interior rústico en madera oscura y yeso blanco está decorado con austeridad. Algunos páprika, algunos instrumentos de cocina. Dos grandes mesas corridas esperan a los comensales, y reciben unos calderos llenos de disznópörkölt, un típico guisado de cerdo a la húngara. Con galuska, claro. Y unos pepinillos y páprika en vinagre para acompañar. Mientras el estómago comienza su tarea el bodeguero, orondo, tranquilo y orgulloso nos explica el origen y la historia de la bodega, y después presenta la primera botella de vino, la primera degustación. Un blanco suave como la luz que dejamos al entrar. Un chardonnay excelente del año 1999. Parece que las grandes cosechas fueron las del 97, 99 y 2000. Una segunda botella nos trae quizá el mejor rosado que yo he probado en este país: un Cuvée Rosé del año 98. De un color bermejo acariciador, resulta admirablemente ligero. Finalmente llegamos a los tintos: un Kékoporto y un Kékfrankos, y por petición del catador un Cavernet Sauvignon. También un Cuvée llamado Diana en honor a la hija del bodeguero: una interesante mezcla de sabores. Tras la cena, descenso a los cielos del vino, la bodega. Es el momento de comparar unos y otros vinos, unas y otras barricas. El bodeguero, avezado, bebe el que más, parece feliz compartiendo su vino, comentando sus experiencias. Sonríe pleno de satisfacción. El vino y la charla corren parejos al son de una música húngara que no suena esta noche, pero que otras muchas sí. No importa, en nuestro interior podemos sentir algo de su ritmo y algo de su melancolía, mientras las copas llenas imprimen los cambios modales en la partitura y el descorche de botellas un cambio de tempo...
Al salir, todo está oscuro y hace frío. Se impone el regreso. Atrás queda bodeguero y familia, vinos y barricas. Pero todos nos llevamos, a buen seguro, no sólo una placentera e ilustrativa experiencia, a más de unas cuantas botellas encima, sino también un exquisito e imperdonable sabor de boca.
sábado, 3 de mayo de 2008
viernes, 11 de abril de 2008
Un paseo por el centro histórico de Szeged
Muchos de los edificios recuerdan a los grandes palacios budapestinos, aunque poseen una escala menos monumental, más aceptable para la vida cotidiana. La mayoría de estos edificios despliegan amplios patios interiores, luminosos, algunos con comercios y otros servicios. Disfruto especialmente con un patio de un edificio hermoso, de color rosa oscuro, sí, rosa oscuro. Todo el edificio, excepto el tejado, es rosa oscuro. En Szeged hay edificios rosas, verdes, azules, amarillos y blancos. Y de otros colores. Éste del que hablo ahora queda frente al puente viejo, un puente que une la antigua y nueva Szeged y que se reconstruyó, a juzgar por su estilo metálico, en la segunda guerra mundial. Así de viejas y nuevas son las cosas, también las ideas, en estos parajes. El edificio del que tratamos se usa como una serie de viviendas particulares. Evidentemente, la comunidad no tiene suficiente dinero (como sucede con tantos palacios en la capital, en Budapest, y también aquí) y las fachadas, una vez más, muestran sus arrugas con desconchones e irregularidades. No obstante, esto le otorga belleza, y colabora una vez más a labrar ese aspecto un tanto decadente, pero armónico, de la ciudad. Una avejentada puerta de madera da entrada al patio. Una escalera interior con paredes de color crema y columnitas blancas con capiteles en yeso blanco permite el acceso a sus tres plantas. Desde abajo, desde el centro del patio, vemos las balconadas, con flores, rejas y algunos adornos en los muros. No sé por qué, esta imagen me evoca el sur.
Es sorprendente pasear y descubrir cómo los edificios son muy diferentes entre sí, aun guardando una línea de diseño relativamente parecida. Llaman mucho la atención varios palacetes con decoración art-noveau. Hay uno en la calle Dozsa en cuya fachada destacan porcelanas de colores con formas florales. Parece que estas porcelanas proceden de la singular y centenaria fábrica de Zsolnay, en Pécs, famosa en el mundo entero durante la primera mitad del siglo XX, y aun su exclusividad perdura hoy. Hay otro junto a la plaza Dugonics (palacio Reök) con una escalera interior hermosísima, que representa un bosque de flores verdes. A muchos les recuerda el estilo de este edificio a algunas obras de Gaudí, aunque se asegura que el arquitecto (Magyar Ede) jamás conoció la obra del catalán. Junto al río tras un parquecito tranquilo y agradable, están, además de otros edificios, el Teatro Nacional de Szeged, ocre y solemne, y frente a él los restos mínimos de la antigua fortaleza que protegía la ciudad. Junto al puente y en el centro de la plaza Roosevelt, el museo, macizo y neoclásico, preside una fuente amplia y bella entre árboles y bancos. Los leones de la entrada parecen querer custodiar la fontana. Si seguimos adelante por la calle Oskola entre sus casas y edificios de colores llegaremos enseguida a la plaza de la iglesia (Dóm tér), una plaza marrón oscuro dicen que tan grande como San Marcos de Venecia y en cuya iglesia también creo descubrir otras posibles relaciones con la ciudad italiana. Esta plaza, a modo de plaza mayor, está rodeada por un pórtico sumamente curioso, ya que a lo largo de sus paredes desfilan uno tras otro más de un centenar de bustos de personajes representativos de la Hungría de todos los tiempos. Poetas, científicos, etnógrafos, guerreros, políticos, etc. Toda una iconografía de la historia y cultura húngara. En una de las balconadas frontales, además, existe un reloj que a determinadas horas permite mostrar un juego de autómatas musical en el que desfilan al son solemne de una melodía los representantes-arquetipo de la ciudad. En el otro frente se alza la iglesia votiva, elevada hace un centenar de años como reclamo y voto divino en homenaje a la supervivencia de la ciudad tras la trágica inundación de 1879. Con sus dos torres de 91 metros apuntando al cielo, desafía la horizontalidad del río, que corre a tan sólo unos pocos metros, con la verticalidad de sus líneas. Tras ella, queda el insigne edificio de la Casa de las Ciencias Húngaras y también la iglesia ortodoxa, con su torre característica. Si salimos por el pórtico de esta plaza llegaremos a la llamada Porta Herorum o Puerta de los Héroes (Hösök kapu), la puerta por la cual los soldados partían a la guerra y llegaban también de ella. Dedicada en especial a los héroes de la primera Gran Guerra, por ambos lados la custodian dos enormes soldados tallados en piedra que representan la vida y la muerte. En el interior de la puerta, se encuentran diferentes dibujos simbólicos en torno a la guerra, a los batallones, al pueblo húngaro en lucha, la magyar virtus. Una calle a la derecha, dedicada a Kossuth Lajos, héroe de la independencia, nos lleva hasta la plaza Dugonics, donde además de ocultarse entre los arbustos la estatua de este intelectual, nos encontramos con una de las fuentes más concurridas de la ciudad, ya que posee varias gradas de piedra de las que a ciertas horas brota música ambiental. Cuando es primavera y el sol calienta, cualquier persona que tenga media hora libre, reposa en paz durante unos minutos, mientras la vista y el oído se entretienen también con el agua de la fuente y la actividad del resto de los ciudadanos. También esta fuente está dedicada a la ciudad en relación con el agua, en el centenario de su inundación, pues unos versos de Juhász Gyula grabados en torno a ella recuerdan el hecho. En frente, el frontal amarillo del edificio de la Biblioteca Central de la Universidad de Szeged completa el escenario, con una estatua del atormentado poeta universal adoptado szegedino József Attila.
Desde Dugonics podemos cruzar la calle comercial y más emblemática de la ciudad, la calle Kárász. El kárász es un típico pececito de río muy sabroso en sopa y también frito con páprika molida. Pero no hay aquí ninguna pescadería, no hay pescaderías en hungría. La calle Kárász está recién restaurada, suma tiendas y cafés, también el inevitable McDonalds, y en algunos de los patios interiores de las casas, más tiendas y más cafés. En el centro de la calle queda la plaza Kláuzal, antigua plaza del mercado del pan, y cuyas casas sobrevivieron a la inundación y fueron modelo para reconstruir otras. Aquí se dan cita los actos solemnes de los días nacionales, pues una hermosa estatua blanca en honor a Kossuth recibe al visitante. También en esta plaza está la famosa pastelería Kis Virág, que antiguamente servía el mejor Somloi Galuska del país, pero actualmente puedo asegurar que no es así. Hatos Rétes, a su lado, es una pastelería especializada en los dulces llamados rétes y en eso son sin duda los mejores. Si salimos de esta plaza coqueta, allá por donde pasa el tranvía uno chirriando, podríamos toparnos en una esquina con la casa negra (Fekete Ház), un edificio singular de estilo romántico que también sobrevivió a la inundación. Su color oscuro le dio el nombre. Pero volvamos a Klauzál tér, porque desde allí enseguida se termina la calle Kárász y llegamos a otra de las plazas de la ciudad, la más popular, dedicada también a otro político eminente del pueblo húngaro: la plaza Széchenyi, plaza inmensa con un jardín central. A uno de sus lados, el ayuntamiento, vestido de flores y cubierto con ese color amarillo ocre tan característico de cierta época de la historia húngara. Está unido a otro edificio por un pasaje que aquí denominan “puente de los suspiros”, pasadizo por el cual deambulaba a su gusto el emperador Francisco José cuando visitó Szeged, pasadizo ante el cual suspiran los szegedinos por tratarse de la conexión entre el ayuntamiento y el edificio de la Hacienda local. Si bordeamos el ayuntamiento nos encontramos con el edificio que actualmente pertenece a la compañía ferroviaria estatal (MÁV), y puede verse una locomotora antigua en su jardín. Por el frente, el edificio es realmente bello, con un aire flamenco, y encara una placita céntrica desde donde se accede a los baños termales de la ciudad (de estilo turco y en plenísima decadencia por el momento) y a una iglesia calvinista (la iglesia del gallo, pues un gallo culmina su torrecita) encantadora. Pero lo más curioso y popular de esta plaza reside en una sencilla y pequeña fuente de agua con propiedades minerales, a la que muchos acuden diariamente, y que está coronada por la estatua de una chiquilla a la que llaman Ana. Así, la fuente de Ana (Anna kút) es un lugar que podría pasar desapercibido para cualquier turista, pero inevitable para cualquier szegedino.
Un poco más lejos, en una zona agradable de calles tranquilas y arboladas de la ciudad, en el centro del barrio judío, en la calle Jósika, podríamos descubrir las sinagogas (la antigua y la nueva), dos lugares de belleza incomparable que la comunidad hebrea de la ciudad se esfuerza en cuidar. De hecho, la sinagoga nueva está considerada como la más bella del país e incluso de centroeuropa.
Démonos un respiro desde el puente viejo, ese que recuerda tanto a los puentes de posguerra; desde allí se observa una hermosa panorámica del centro histórico de Szeged. En un primer plano, para que no olvidemos nunca su inevitabilidad y su papel, está el Tisza, acariciando con su cauce los pies de la ciudad. Tras los muros protectores, se aloja la hilera de casas y edificios que bordean el paseo sobre el río. Y sobre ellos destacan tres torres y una cúpula: la cúpula y las dos torres de la iglesia votiva y, como si en esta ciudad fronteriza toda convivencia debiera mostrarse, aparece como entrelazada la torre de la iglesia ortodoxa. El sol desciende un poco más lejos, el río corre manso, y en la lejanía, sus orillas llenas de vegetación anuncian la simbiosis de la ciudad que acaba y la naturaleza que comienza, allá donde el paseo por el río se convierte en un paseo por el bosque, por la llamada Isla de las Brujas (Bozsorkánysziget), allá por donde el río recorre otros países y otros paisajes, camino de Serbia, buscando al Danubio, y cruzando con él los Balcanes regándose sus aguas con sus eternas miserias y también sus alegrías.
jueves, 13 de marzo de 2008
Espectador de la vida
domingo, 2 de marzo de 2008
La decadente armonía
Szeged no es, a primera vista, una ciudad hermosa. Y, sin embargo, lo es. La ciudad está modernamente constituida por numerosos barrios de edificación comunista, rectilíneos, grises, con grandes ventanales sin persianas y cortinas apenas translúcidas. A veces, en alguno de los frontones laterales de estos edificios aparece un gigantesco anuncio publicitario de cierta bebida refrescante con burbujas que imprime colorido a la monotonía monocroma de los bloques prefabricados, pero que no los dota de mayor belleza. Hay, sin embargo, una armonía en esta programación de edificios, en los numerosos parques que los envuelven. Y hay, también, una nota decadente en todo ello, en las aceras desgastadas y llenas de baches, en los columpios y piscinitas y mesas de ajedrez de barrio abandonados a su suerte, con la sensación de que un día el olvido y la naturaleza podrán con todo ello También en las carrocerías ya viejas y usadas de muchos coches y el transporte público. En la vejez de la población. A pesar de la continua actividad y las vidas cruzándose, en cualquier zona de estos edificios de viviendas soviéticos se puede respirar un ambiente de barrio tranquilo, alterado el implacable gris por el numeroso verde que se desborda en primavera entre portales y aceras. Son incontables las tiendas con rótulos de inverosímiles combinaciones de color, mínimos ABCs que tienen de todo y que, como en España las tiendas de ultramarinos, no soportarán la presión de los grandes centros comerciales. Y numerosas peluquerías y saloncitos de belleza (el arreglo, el color de nuevo), y también floristerías, cuántas y qué variedad y qué afición por las flores. Es curioso asistir a este mundo de detalles de color en unos barrios de fondos grises y verdes, grises y blancos en invierno, grises y tostados en verano, grises y verdirrojos en otoño. Evocar, no sólo Szeged, sino Hungría entera, es evocar estos contrastes del color, las combinaciones prodigiosas de la ropa de sus habitantes menos modernos. Unos habitantes, en mi barrio, entre los que destacan los ancianos, los viejos, a los que llamarán tercera edad dentro de muy poco, y ellos no entenderán muy bien por qué. En mi barrio y en Szeged hay viejos alegres y viejos tristes, hay viejos que todas las mañanas, haga frío o calor, venden patatas y paprika, y hay viejos que todas las mañanas acuden a comprar. Pero casi siempre veo viejos solos, algunos porque aun pueden vivir así, otros porque no les queda otro remedio. Afortunadamente, todavía no he encontrado a ninguna anciana, como puede verse en los subterráneos de Budapest, vendiendo en una esquina, obviada por la masa que transita, una sola, una sola flor a quien la quiera comprar; quizá sea esa flor la que occidente no ve, la que quizá olvida porque ya no sabe o entiende lo que representa: pero ahí queda esa anciana, impertérrita, ofreciendo quizás la flor de una vida que hemos olvidado vivir. Con todo eso, vivir mucho y muchas cosas es lo que me transmiten los viejos de Szeged: en muchos hay una profundidad en las pupilas de sus ojos que me parece llena de misterios, sufrimientos, incomprensiones y también felicidades de una vida hecha ya, al mismo tiempo sufrida y disfrutada, valorada y aceptada. Los surcos de las arrugas en los rostros recuerdan el paso de los años, como los anillos del tronco de un gran roble que abraza así la vida y el tiempo. Cambios de régimen, guerras, revoluciones han pasado sobre ellos pero aun así se mantienen en pie. Incluso los viejos borrachos, ay, los borrachos, que piden dinero con inusitada cortesía o requieren unos minutos de charla a menudo no exenta de interés. Sí, incluso los borrachos que a diario llenan durante horas inagotables algunos büfés y börözös tienen mucho que contar, acaso demasiado; pero quizás ellos no soportaron los cambios y ahora, con la boca pastosa de palinka barato, ya no pueden ni decir su nombre. No obstante, en la mayoría de los viejos, poco atendidos por la sociedad si no es por sí mismos, se percibe que habitan una ciudad que todavía sienten suya, creo. Las aceras y los edificios aún muestran las huellas de su origen, o las de la erosión de la edad, pues también los muros cumplen días y horas. Aunque ahora, en los albores de un nuevo siglo que también ellos acaban de estrenar, se enfrentan a una renovación progresiva, al capitalismo, y a una sociedad más joven que está transformándose profundamente en menos de una década, quizá otra invasión más, y con su cuerpo enjuto y como envarado en sí mismo, soportan de manera inverosímil el hielo quebradizo de las calles y los brincos más increíbles aún del trolebús número 9. Al fin y al cabo, tantas cosas peores y mejores han visto.
Pero ante los ojos de muchos, Szeged está en el presente y en el futuro y es la ciudad universitaria por excelencia, la ciudad viva y repleta de jóvenes, jóvenes vitalistas y desinteresados, jóvenes muy jóvenes que poco o nada saben de las carencias, de las necesidades más perentorias, del dolor de las ausencias materiales y espirituales. Viven en la inmediatez de un mundo instantáneo que les ofrece sin dudar lo que ellos necesitan y mucho más, demasiado más quizá... la vida universitaria en Szeged es activa, sí, en diversos sentidos; hay un contraste curioso entre el provincianismo patente de un lugar en el que muchos se conocen y hablan y el cosmopolitismo que impregnan los estudiantes, creando asimismo una segunda ciudad de provincias hecha de todas partes en la que todos los jóvenes se conocen y hablan de los otros. Los edificios universitarios y oficiales salpican la ciudad en su centro e incluso más allá: la ciudad, por avatares de la reciente historia europea, se ocupó de dar espacio a la antigua universidad húngara de Koloszvár, actualmente Rumanía, y hoy toda la ciudad es un campus singular en el que calles, universitarios y ciudadanos se entremezclan en una curiosa combinación. Los numerosos servicios de bajo precio para estudiantes, especialmente en cuanto a comedores universitarios, destacan porque allí acuden tanto los jóvenes como los viejos y otros habitantes de la ciudad. Quizá es en estos lugares (SZOTE, Irinyi, Boci, Béke) donde a determinadas horas, sin saberlo, se produce el auténtico encuentro de la ciudad consigo misma, en su propio devenir, en su cotidianeidad. También los acontecimientos especiales, las ferias de artesanía y regalos o las ferias de vino y cerveza dan a las plazas de la ciudad (Mars tér, Dugonics tér, Klauzal tér, Szechenyi tér y Dóm tér) un color especial, en particular cuando el sol reluce en esta ciudad, que es muy frecuente. Un rayito de sol y las calles se llenan de húngaros y actividad, las muchachas lucen sus miniminifaldas y los hombres pasean para verlas. Los niños juegan en la hierba y en los parques y en las plazas.
Así, sin sentirlo, no se sabe por qué secretos de la armonía urbanística, hemos abandonado los grises bloques comunistas y nos saludan otros con variados colores de estilo decimonónico imperial y secesión, sumidos en un aire de elegancia y abandono particular, sureño si cabe, amplios, grandes, pero sin monumentalidad excesiva, sin magnificencia, a la medida del hombre, y nos reciben con humildad serena en el centro histórico de la ciudad, un semicírculo en torno al Tisza donde encontramos la alianza de la ciudad con el río y donde encontramos, también, los monumentos que dan cuenta de la historia de este pacto.
jueves, 21 de febrero de 2008
Al rico arroz
Comprado en California. Con denominación murciana de origen, cuenta con su propia página oficial llena de historia, recetas e incluso arte sobre este arroz y su región.
domingo, 27 de enero de 2008
Vía al Sur: Szeged
Szeged tiene forma de Sol, de sol radiante. Dividida por el río Tisza en dos mitades, en la vieja y nueva Szeged, su reconstrucción urbanística casi total hace algo más de un siglo hizo honor a esta tradición solar: tres anillos o rondas semicirculares rodean como anillos de calor la ciudad. A través de ellos se desarrolla como una contenida vorágine el transporte público y se distribuye la actividad laboral ciudadana. En el interior del anillo central se ubica el corazoncito de esta urbe, con su centro histórico junto al río.
Más allá de la tercera ronda anular, más allá de la periferia, se encuentra la provincia, el campo, un ejemplo más de la llanura húngara, la puszta. El tren llega a la estación por ella, y ya desde varios kilómetros de distancia se observan las picudas torres de la iglesia votiva de Szeged, entre los traquetreos alegres de los últimos metros ferroviarios por recorrer. El tren se alegra y parece querer volar, el viajero también, tras tres horas de interminable llanura y un paisaje acaso verde, amarillo, blanco, según la época, la estación. Atrás quedó el parque natural del Kiskunság. Pero la cuenca del río Tisza no desmerece, su curso nos acompaña. Se huele el aire del sur, la ciudad de provincias. Una bocanada de aire templado da la bienvenida. Bajar a los andenes y pisar la tierra es como encontrarse de nuevo en casa, en una familiaridad difícil de explicar, inmersos repentina y gratamente en el ambiente sereno y tranquilo de quien se sabe llegado al fin de su trayecto. Ahora atardece, el cielo vuela limpio, y el sol cae, un silencio relajante cubre los últimos bufidos de alivio de la locomotora. Cada cual, trabajadores, sobre todo estudiantes, algunos que vienen de visita, toman su equipaje y se dirigen a la ciudad, unos quizá a tomar el autobús o el último tranvía, otros con la fortuna de que vienen a recibirlos, entre los últimos resplandores del día, a la estación, y amigos, amigas, maridos, mujeres, amantes, novios y novias se abrazan y besan entonces junto a las vías y emprenden sosegadamente el camino a casa, al hogar.
miércoles, 16 de enero de 2008
La Noche
El holocausto resurge en su testigos maduros como un misterio de pesadilla del alma humana, como una experiencia que busca su justificación, explicación, cristalización y expulsión a través de la palabra.