miércoles, 28 de junio de 2006

Reno, o el corazón de una ciudad

La vida como viaje. Pasa el espacio, el tiempo. Pasan los paisajes, las personas. Es un pasar que duele en algún momento, cuando después de un instante en un lugar, debes pasar al siguiente. Y así es la vida. Y es necesario. Y es inevitable.

Mi corazón se rompe cada vez que, después de una temporada viviendo en un lugar, hay que partir. Y no necesariamente por el paisaje, que a veces. No al menos en el caso de Reno, cuyo paisaje urbano admiro y detesto profundamente. Son las personas. Las personas a las que de manera inevitable debes renunciar cuando te marchas. Y no es que no sigas en contacto, mensajes, fotos de vez en cuando. Un encuentro al cabo de uno o dos años, o más. De ese encuentro inicial, en el que se compartieron espacio y tiempo, después ya sólo queda el desencuentro, coronado por fortuna en ocasiones con esporádicas coincidencias, exaltadas y como increíbles, llenas de estupor y escaso tiempo, luego sueño y sombra. Además, la memoria de los lugares vividos, se parece a las novelas, a esas novelas leídas con intensa fruición, de las que luego queda el recuerdo y la experiencia de haberlas vivido, y al mismo tiempo quedan lejanas como un sueño, como un sueño imposible. Así quedan los lugares y a menudo las personas con las que uno convivió en un tiempo y un lugar. A veces quedan en el recuerdo como un sueño imposible, como una extraña certeza de la memoria y una incertidumbre de la existencia. Y con ellos queda también lo que se soñó con ellos, lo que nunca se dio pero se fantaseó, se imaginó, antes, después, durante la estancia. Lo que se esperaba y nunca llegó, lo que nunca se esperaba y llegó. Todo se mezcla en la memoria, y de todo un poco, sin poder evitarlo, también la memoria olvida, y va despidiendo algunos recuerdos, sólo recuperables tras un regreso, tras una repetición del paisaje, de una vivencia, de un ritual viajero. Decía Rainer María Rilke que la vida es un continuo ir despidiéndose, y a pesar de la esperanza de los reencuentros, hay instantes como éste en los que la frase se vuelve dolorosamente real, dolorosamente real, dolorosamente real. Y uno se da cuenta de que la eternidad no existe, no al menos ahora. A Reno, ciudad descorazonada de corazones de baraja, la despido con cierto alivio, deseándole buena suerte en su apuesta por una vida invisible, taciturna, enigmática, extraña; pero no despido sin resistencia, sin resistirme, sin resistirlo, a tantas de las personas –los hermosos, grandes y pequeños, humanos corazones- que allí quedan, muchas de ellas de paso en este jugar y apostar que es la vida. Y ese auténtico corazón de Reno, Nevada, empapado en sangre con un trozo del mío –que pedazo a pedazo, deja un rastro por el mundo- queda con ellos y quiero que lo sepan, con lágrimas bien húmedas mías en los ojos que apenas me permiten apreciar esta noche el límpido y magnífico cielo estrellado de mi amado desierto, desierto donde sobreviven algunas indómitas flores, quién sabe si por gracia de ciertas lágrimas, ese desierto misterioso y lleno de historias, llamado desierto de Nevada.





viernes, 5 de mayo de 2006

La historia de Allan

Allan es un hombre ya entrado en años que se dedica a limpiar el ala Oeste del edificio de Letras de la Universidad. como siempre termina su tarea pronto, luego tiene mucho tiempo hasta que, a media noche, debe abandonar el edificio y dejarlo bien cerrado, además de limpio. por supuesto, hay otros como él en el edificio y en otros edficios.

Lleva unos cuantos años trabajando en la Universidad. Cuando puede, se acerca y charla con alguien, eso es algo que les gusta a muchos americanos, acercarse a otro y charlar sobre el origen familiar, sobre la vida propia. Especialmente aquellos que están en situación económica por debajo de la media, gente común que apenas cuenta en la exportación de la idea americana, estadounidense quiero decir. por otra parte, aquí es algo ritual preguntar por el origen de uno, aunque todos se consideren americanos no existen los americanos, al parecer, y cada cual se ve obligado a relatar o a inventar si es preciso, sus raíces en Europa, en Asia, en África, fundamentalmente. Pocos indios autóctonos quedan, y pocos cuyas raíces no sean americanas se resisten a ceder a la tentación de no matizar su americanidad: mi tataraabuela era de Alemania, mi abuelo de Escocia y mi padre nació en Wisconsin; yo nací en Nevada. Bueno, es una manera también de empezar una conversación y acceder a na historia. Al menos es eso lo que sucede, y lo que sucedió con Allan hace un par de noches, en el edificio ya semivacío de Letras. Lo cierto es que a Allan le gusta hablar, y no tiene muchas oportunidades por la tarde, cuando todos van abandonando el edificio, y menos aun a partir de las ocho o las nueve de la noche, cuando ya todo se queda vacío. Por ello, el otro día Allan aprovechó para contarme algunas cosas de su vida y también algunas opiniones sobre la vida. Tiene alma de narrador, su comienzo, después de un par de preguntas de contacto, que versaron sobre una fotografía del Frankenstein cinematográfico sobre una de las paredes de la oficina, fue el siguiente: "Pasé algún tiempo fuera de los Estados Unidos, en lugares donde los hombres viven en las ramas de los árboles. Y descubrí que sólo con eso, podían ser felices". Y se explayó sobre el ansia estadounidense de comprar y atesorar cosas en la vida, en la necesidad en que se convierte para casi todos. La vida de Allan ha sido variada, está contento en su puesto actual, y su historia tiene algunos puntos tópicos de la literatura y el cine de este país y algunos aspectos rocambolescos, a veces uno no sabe muy bien qué creer, aunque eso no importe demasiado. Su apellido es español, porque su padre era filipino. Allan habla algo de tagalo, como herencia paterna, y no entiende por qué el español de las Américas se llama español y no mexicano o arqgentino a secas, puesto que el tagalo se llama tagalo y no spañol de Filipinas: al fin y al cabo, según su razonamiento, todas son variaciones tan importantes que a menudo no permiten una comunicación o comprensión del otro sin explicaciones añadidas. También opina que el inglés es un idioma difícil, porque a menudo un mismo sonido forma diferentes palabras, y se crean numerosas ambigüedades. No le faltan opiniones ni razones a Allan. Él es estadounidense de nacimiento, según él en su juventud no fue un buen chico, y le dieron a elegir entre la cárcel y el ejército. Eligió el ejército y lo trasladaron, entre otros lugares que visitó, al Vietnam. Por cierto, tiene un amigo estadounidense de origen vasco que también estuvo con él y con el que sufrió cierta persecución en la selva difícil de narrar aquí. Allan es un veterano de guerra, entonces. Los veteranos tienen derecho a ciertos descuentos y se celebra un día en su honor (pero Allan se queja de que las ofertas del Veteran Day son para todos la misma. ¿Para qué le sirve ser veterano?). Durante su época del ejército debió sacar unos estudios relacionados con la abogacía que luego no le fueron reconocidos a pesar de tener un diploma, y tuvo que pasar por ciertas clases para lograr una convalidación o algo parecido. Le gusta mucho la Historia de Estados Unidos y la Geografía, algo habitual en quien ha dado media vuelta al mundo, aunque sea en el ejército. Está orgulloso de que Reagan, mediante le acuerdo de Nebraska con Gorbachov, fuera en el fondo el agente protagonista de la caída del muro en Berlín. Le gusta contar cómo, a pesar de que en este país los indios fueran casi aniquilados culturalmente, anulando incluso sus lenguas, los navajos se resistieron a ello, y salvaron la Segunda Guerra Mundial al ser usados como mensajeros criptógrafos, cuyos mensajes en navajo sólo comprendían los de su propia tribu. Le gusta preguntar por el Estado en el que reside la Estatua de la Libertad, que no es el Estado de nueva York, o por el auténtico nombre de la Bahía de San Francisco a la altura de Alcatraz, que ya no es exactamente la Bahía de San Francisco, o preguntar por el primer presidente, aunque no oficial, de los Estados Unidos, cuando en 1776 se declaró la Independencia pero no fue hasta años más tarde que se ofició a George Washington como presidente. Desde luego, Allan, es un hombre curioso e inquieto en su carácter dicharachero y un tanto errático, aunque se lo ve desde fuera un tanto abandonado por la vida, no sabría decidir por qué, acaso ha sido el ejército y ha sido una vida un tanto contraria a muchas cosas; a pesar de que él dice no querer más, sentirse satisfecho, y no desear, a pesar de sus estudios tan cuestionados, un puesto en la enseñanza, por ejemplo. La historia de Allan, Allan mismo, me semeja a un Joseph Conrad narrando la vida de un corazón de las tinieblas.

viernes, 21 de abril de 2006

Reno, o la parada de los monstruos

Cualquiera que se pasee por el centro, el downtown de Reno, a primera hora de la noche entre semana, no solamente se encontrará con los momentos de soledad en la city, sino también con la extraña fauna humana que se cobija bajo el cielo estrellado de esta burbuja del desierto llamada Reno.

Especialmente en la estación central de autobuses locales, por donde ha de pasar todo aquel que desee ir a uno u otro de los puntos cardinales de la ciudad. Autobuses que sólo usan los más pobres y los más viejos, todos aquellos que por diferentes razones no se pueden permitir el uso de un coche. La estación central, pequeña y algo desangelada, acoge como un resumen microcósmico toda la monstruosidad de aquellos seres que vienen y van sin saber muy bien cómo ni por qué, ni a dónde, o sabiendo que su destino es llegar al Hilton para buscar clientela masculina tras la mesa de poker y con la banda sonora de una tragaperras. La gente que acaba en la estación, es gente ya ida, ida del mundo en el que la mayoría intenta hacerse un hueco para no acabar así. Es gente perdida, en una estación de paso quizás hacia otro autobús semejante al anterior. Al fin y al cabo, todas las líneas de Reno terminan allí, en la estación central. Como un núcleo centrípeto. Muchos se quedan por allí dando vueltas, rondando las afueras solitarias de los casinos luminosos del centro. La mayoría están desahuciados, económica y mentalmente. No son exactamente mendigos, y eso es lo más terrible: la idea de mendigo no se soporta fácilmente en esta sociedad; y así, walking around the bus station, quedan los tarados, en esta parada eterna de los monstruos. Monstruos bien humanos, nuestro rostro perdido y huido, y olvidados hasta de sí mismos.

miércoles, 1 de marzo de 2006

Virginia City, la leyenda del Oeste

Aunque la diligencia que puede verse ante la puerta del Saloon es la evolución de aquellas que acostumbramos a ver en las películas, Virginia City se mantiene con ese espíritu fantasmal recuerdo del momento esplendoroso en que su auge la convirtió en una de las ciudades más importantes de la costa Oeste, allá por 1860 y 1870.

El hallazgo de oro y sobre todo mucha plata atrajo hasta treinta mil residentes en aquellas fechas, y muchos ricos nacieron aquí y llevaron sus ganancias a San Francisco. Se conserva casi intacta esta calle C, en la que se pueden encontrar los principales servicios de una ciudad de la época: saloons, hoteles, periódico, prostíbulo, casa de bomberos, teatro de la ópera, muchos de ellos convertidos ahora en museos, tiendas o bares. La ciudad reunió gran actividad comercial, cultural y canallesca. Desde un club de caballeros en el que participaron señeras figuras culturales de la época (con un naciente Mark Twain que trabajó eso años como periodista en el Territorial Enterprise) hasta el club nocturno frente a él, convertido en museo prostibulario en el que aún se recuerda a Julia Bulette, la dama de Comstock. Virginia City es un lugar, a pesar de las numerosas tiendecitas con tendencia a los recuerdos sesenteros de los iconos estadounidenses, con misterio, lleno de fantasmas, fiestas de vaqueros, un lugar minúsculo y breve entre sus colinas, como su historia, pero tan intensa que llegó a legendaria. Ahora residen allí los fantasmas de una ciudad que fue y que descansa ahora como flotando en un extraño sueño sobre el aire de sus túneles horadados y vacíos. Se llevaron los tesoros pero dejaron las historias: dejaron generosamente la estructura vital y humana que construye y hace perdurar las ciudades en la memoria. Hacia el valle, tras la torre de la iglesia católica, puede verse Comstock Lode, el lodazal del que salió tanto brillo, y en él las minas, como detenidas, en un atardecer violáceo difícil de tocar.

martes, 28 de febrero de 2006

Misión imposible, Tucson, AZ
















El padre jesuita Francisco Kino fundó en el siglo XVIII más de treinta misiones en Arizona, tras haber abandonado su tarea en Baja California, al parecer por desacuerdo en el trato que el ejéricto daba a los indios que él debía evangelizar.

Entre aquellas misiones, encontramos esta Paloma del Desierto, cercana a Tucson. Actualmente su exiguo territorio es reserva india, que se extiende al frente del edificio y algo más allá. Sin embargo, poco puede ya proteger o evangelizar a unos indios que viven en tristes módulos prefabricados por hogares y sin grandes instalaciones e infraestructura. A pesar de las artesanías de la tiendita india y la de la misión, que gustan al turista y al curioso, un paseo de sólo unos minutos fuera de la placita de la misión demuestra el estado triste de unos indios abandonados a la suerte de Dios. Qué misión imposible.

sábado, 25 de febrero de 2006

Pasiaje lunar


Todos los paisajes caben en el continente americano.

Sin ir más lejos, en el estado de Idaho, el estado donde crecen las mejores patatas de los Estados Unidos, se puede uno topar con este paisaje conocido popularmente como los cráteres lunares. Al menos se extiende treinta kilómetros este paisaje desértico que bien podría haber sido el escenario lunar de los primeros astronautas que alcanzaron la luna. Un páramo bien desierto, un ambiente de irrealidad y sobrecogimiento, de extrañeza invade el espíritu del viajero que se adentra un tanto en él. como en una vieja película. Como en otro planeta. La realidad siempre supera la ficción.

martes, 21 de febrero de 2006

Solo ante el desierto

El desierto de Arizona, que se expande hacia el lejano horizonete hasta alcanzar las tierras mexicanas de las que una vez formó parte, se extiende salpicado de matorrales y enormes cactus distintivos de esta región llamada Sonora y que estuvo llena de apaches y navajos antes de la llegada de los primeros soldados españoles y luego estadounidenses.

Pero ahora no hay ruido de peleas y escaramuzas. sólo el aire invisible. El desierto destila silencio y una hermosa calma. Un paisaje inmenso, como todo paisaje americano, pleno de espacio insaciado. Y en él se enarbolan a sí mismos como viejos lanceros verdes los cactus enhiestos, señeros (milagros verticales, al mismo tiempo firmes y dulces), como verdes torres de arduos filos, el mudo cactus, sombra y sueño, en el fervor de Tucson. Y bajo su sombra como soñada, el desierto llama al detalle, a detenerse en lo pequeño, en lo minúsculo de esas hojas que de tan delgadas se han convertido en espinas y pinchan a quien las roce. En las piedritas, en el polvo del camino. Camino lento, despreocupado, vamos silbando una vieja canción bajo el sombrero y sorteando cactus a caballo, el camino se hace largo, cuánto western en la memoria.

lunes, 16 de enero de 2006

Paisaje de infancia, la orilla perdida y recuperada

El Nervión buscando el mar

Este es quizá el paisaje de infancia que más extraño y que más entraño.

A la orilla del Nervión, el extraño ingenio que es el Puente Colgante de Vizcaya cruza por el aire, pendiente de un hilo, la ría de Bilbao en su cercana desembocadura al mar. Así une las orillas que yo hube de cruzar diariamente en mi niñez y temprana juventud, años de escuela, como si fueran breve metáfora de las oceánicas que debo cruzar ahora, mediante otros puentes aéreos, aunque afortunadamente en temporadas más espaciosas. La imagen se abre paso hacia el Abra, auténtica bahía reforzada artificialmente que da paso al mar Cantábrico, lleno de los sueños marítimos y aventureros de Baroja, y pleno de historia industrial en el último siglo. Un remolcador, tan típico, un reflejo tan vivo de la tradición marinera de mi pueblo, parece ir a buscar un barco, quizás un tanto fantasma por su escasez en estos días y en estos lares, sombras pacíficas de la Historia. Detrás del fotógrafo, en el otro sentido, serpentea la ría buscando la capital, Bilbao, pero ya no queda en su camino casi ninguna imagen de mi infancia, puesto que toda la industria de Altos Hornos de Vizcaya ha sido borrada como un sueño en menos de quince años, y sus chimeneas ya no enseñorean ni escoltan enhiestas los barcos que, en menor medida, aún alcanzan estos puertos. Imágenes de la memoria, orillas rescatadas del mar de la existencia.