lunes, 15 de septiembre de 2008

La vendedora de muñecas

Cerca de la plaza Csillág, en una calle transitada de nuestro barrio de viviendas grises, hay un banco de madera junto a unos matorrales. A menudo se sientan ahí escolares esperando a compañeros y charlan un rato; o descansan algunas mujeres camino de la compra; o se sientan momentáneamente algunos hombres borrachos que no saben qué dirección tomar exactamente. Todos pasan unos minutos ocasionales por este banco. Sin embargo, existe una mujer que con sorprendente irregularidad pasa horas enteras en ese banco, se adueña tímidamente de él por las tardes y ofrece a los transeúntes un espectáculo silencioso y desapercibido: no viene sola, y la acompaña su colección de muñecas. De muñecas de trapo. No sé si la mujer, que lo parece, ha trabajado en la costura e incluso en la realización de estas muñecas durante años. Lo cierto es que, sin ser una anciana, pero con el tiempo de quien ya no lo cuenta, trae consigo algunas de sus muñecas y las coloca junto a ella para venderlas. Todas destacan por su sonrisa y por un aire de familia que las envuelve. Hay muñecas y muñecos, de cuyos atuendos puede uno imaginar bailarinas y piratas, o simplemente muchachas y muchachitos vestidos a una moda indefinida pero muy variada. Las muñecas están hechas a todo detalle, cada pieza de sus trajecitos sencillos (camisa o camiseta, pantalones, manguitos) es individual. Las muñecas son muñecas como las que uno ha podido soñar toda la vida: tiernas, cercanas, eternas confidentes, a las que uno no se resiste en abrazar, y con las que puedes inventar mil aventuras porque mil aventuras sugieren. Los ojos y la sonrisa están pintados, siempre hay un cierto rubor en las mejillas de caras pálidas. Bueno, también hay muñecas mestizas. De todo hay. Y miran a los transeúntes silenciosas y pacientes, como su creadora.

A veces, quizá en primavera, esta vendedora de ilusiones aparece como por arte de magia en al banco. Camino del supermercado, te cruzas con ella, que calla sola o charla con alguna otra mujer; a la vuelta de tus quehaceres, un rato más tarde, ya ha desaparecido. Varias veces nos hemos acercado y, por supuesto, hemos elegido muñecas: la primera que compramos se llama Jutka, una muñequita pequeña, de ropita verde y oscura, pelirroja, con una de las sonrisas más hermosas que jamás he visto en muñeca alguna. A ella, en otras ocasiones, han seguido algunas más, siempre como regalo para personas a las que queremos. La vendedora, a pesar de nuestra incompetencia lingüística, siempre se esfuerza por hacernos ver lo bien hechas que están las muñecas, con explicaciones detalladas y demostraciones prácticas. Lo hace con pasión, con alegría, con cierto orgullo. Yo me deleito, mientras la ciudad sigue su ritmo, en la contemplación de aquel paraíso improvisado. Es tan difícil elegir. Y supone una natural tragedia, pues la mujer, cayendo en la cuenta de que sus preferencias han sido captadas por el cliente, que se lleva una de las más hermosas parejas, las abraza por última vez y se despide tierna y cuidadosamente de ellas envolviéndolas en una bolsita de plástico que ata con un lazo de color.

Ya no sé cómo imaginaba las hadas en mi infancia, supongo que con velos, luces y vestidos, seguramente en escenarios muy distintos a una calle de asfalto quebrada por el tiempo; pero ahora puedo asegurar que descubro y reconozco -con mayor emoción y sobrecogimiento que nunca- a las verdaderas hadas, tan humanas en su esplendor, cuando preocupado por comprar la leche o el pan me encuentro inesperadamente que un banco de la segunda calle a la derecha de la plaza de la Estrella, parece poblarse, como por arte de magia, de un sinfín de niños perdidos como llegados del País de Nunca Jamás que esperan ser reconocidos por los ojos de los que pasamos, que caminamos como perdidos en la rutina de nuestros hábitos.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Los basureros de la ciudad



Frente a la ventana de nuestro primer piso está Kuka. Kuka no es ningún animalito travieso, pero es un quieto observador de la vida del barrio. Kuka se llama así porque un buen día alguien llegó hasta él y dejó tal nombre marcado en negro sobre el fondo gris de su chapa metálica. Kuka es nuestro contenedor de basuras: sumiso, callado, paciente con todos nosotros. Acepta con infinita delicadeza nuestros múltiples y variados desperdicios. Pero aun hace más. Como si fuera una sede móvil de alguna ONG singular, permanece en todo momento en su puesto a la espera de quienes, faltos de recursos propios, se nutren de los restos de los ajenos.

A veces miramos por la ventana y nos encontramos, tan frecuentemente, con la siguiente imagen. Un hombre, una mujer o una pareja, llegan en unas bicicletas tan viejas como ellos, y se detienen frente a Kuka. Kuka espera y se deja hacer. Los viejos hurgan en su interior, buscan. A veces salen cuartos de hogazas de pan, fruta, otros alimentos. O ropa. O restos de botellas de vino. O el vidrio, despreciado a menudo pero retornable en muchos establecimientos. Añaden todo lo útil a sus bolsas de plástico, a las cestas de sus bicicletas. Luego reemprenden la marcha hasta el siguiente contenedor, unos metros más allá. Son numerosos los que repiten esta operación a lo largo del día. Algunos incluso llegan con guantes desgastados por el uso, por la suciedad y por el tiempo. Kuka y otros como Kuka les sirven de mercado de abastecimiento cotidiano. Frente a las grandes superficies como CORA, TESCO o METRO, que anuncian una Navidad llena de gastos, se sitúan a lo largo de la ciudad estos minimercados de la supervivencia, con los restos de lo que los demás nos negamos a consumir.

Resulta duro y difícil verlo, reconocerlo, y asumirlo, cuando por costumbre observamos a través de la ventana y hallamos, a veces bajo el frío, al hombre, a la mujer o a la pareja de viejos rebuscando entre la basura para encontrar algo que les sirva de sustento o ayuda para subsistir en un futuro que, para ellos, no se promete en ningún aspecto mucho mejor.