miércoles, 15 de abril de 2009

Una casa socialista


Mónica y yo vivimos en una casa comunista. En un barrio construido en la época comunista. Todas las casas son iguales, bloques de hormigón gris armados con planchas prefabricadas, de una altura entre los cinco y los nueve pisos, separados por zonas ajardinadas en las que aun quedan algunos columpios abandonados. La luz es escasa por la noche, no hay demasiadas farolas en las calles. El asfalto y la naturaleza pugnan por superponerse en los límites de las aceras. Todos los edificios tienen, en su parte anterior y posterior, ventanas. Cada piso tiene vistas a ambos lados, y no sólo la luz solar los ilumina completamente, sino que también las miradas penetran en el quehacer de las habitaciones importantes de la casa, las habitaciones y la cocina. En el baño no, que además suele estar dividido en dos cubículos independientes, uno para la letrina y otro para la bañera, lavadora y lavabo. En el pasillo no caben más de cinco personas juntas de manera incómoda, pero apenas llega la luz a él. El concepto de salón no existe, y hay modelos de pisos pequeños y grandes, con dos o tres habitaciones. Entre 50 y 70 m2 por lo general. Eso sí, hay gas natural y calefacción central para todos los pisos. Y doble cristal en las ventanas, grandes y apenas tapadas por unas cortinas semiopacas. Todo está dispuesto para vivir en comunidad, para ver y para ser visto. El mobiliario es sencillo y funcional, no hay grandes adornos ni grandes posibilidades de ostentación en las casas. Es difícil, salvo en los detalles de decoración, personalizar el piso, y siempre uno se queda con la sensación de que visto uno, vistos todos los pisos, aunque aparentemente el arreglo interior sea muy diferente en unos y en otros. La cuadriculatura de los tabiques y el cubismo casi perfecto de los espacios denota una sencillez abrumadora y aplastante, carente de ideas, propensa a la vacuidad mental. Sin embargo, son pisos agradables para vivir, prácticos, y cualquier detalle les sienta muy bien, porque en su austeridad programada agradecen un toque de color y de distinción.

Sentados en la cocina, que la recorre una mesa de barra paralela a la ventana, observamos muchas veces el devenir de nuestro barrio, y pensamos a menudo, quizás algo novelescamente, cómo hace años quizás viviera aquí, o en un piso semejante, un inspector soviético que controlaría, con una sola mirada, la rutina y la identidad de todos aquellos que hacían su vida en estos bloques.

miércoles, 1 de abril de 2009

Eger: el valle de las bodegas

Las bodegas de Eger tienen la particularidad de encontrarse todas reunidas en un mismo lugar, un lugar bello y de nombre evocador: en el Valle de la mujer hermosa (Szépasszonyvölgy). Un valle amplio y suave, de luz apaisada. En él, en las inmediaciones de la ciudad y dispuestas a ofrecer lo mejor al visitante, un sinfín de bodegas, grandes, pequeñas, de todos los tamaños, colores y ruidos, se enlazan unas con otras en homenaje al fruto fermentado de la vid. Estamos en el centro de un paraíso. Sin embargo, no todos sus rincones son igualmente buenos, y es común oír que las grandes bodegas con restaurante y terraza son las menos interesantes y quizá con vino de no tan excelente calidad. Las bodegas pequeñas, esas sí. ¡Ah, en aquella no cabe un alma, pero cantan y tocan música húngara, sin parar, y sin parar beben y comparten algo más que alcohol tinto! Acaso comparten la tierra que vio crecer las vides. Acaso comparten el ritmo en el que crecieron, la letra que ahora entonan al unísono. Acaso sueñan las ramas sarmentosas que les unen como se unen unas a otras vides, y las uvas en torno al racimo. Pero este no es nuestro lugar, aunque la tentación de internarnos se ve definitivamente truncada por la falta evidente de espacio. Hay lugares, rincones donde un visitante ya no puede pasar, donde se hace imposible entrar, donde hay que conformarse, y alegrarse por ello, con poder contemplar la escena, desde fuera, y penetrando sólo con la mirada hasta donde nos sea posible. No muy lejos, otra bodega, pequeña, no muy bulliciosa, discreta, nos ofrece reposo y tranquilidad en esta tarde de sábado. Podemos probar los Egri más variados. El Bikavér, por supuesto. Pero también el Merlot, el Cabernet, y el Medina para la señorita, según indicaciones del bodeguero. Sin duda alguna, el vino de los comercios, aun siendo de Eger, no tiene semejanza a éste. No hay esta suavidad, esta ligereza, este sinsentir que es el sentir la uva en el paladar mientras el líquido discurre sin tropezar con nada. Así, mientras unos pogácza (hojaldres de sabores) acompañan la degustación, decidimos, entre copa, charla y pogácza, antes de salir, comprar unas cuantas botellas porque el vino es excelente y el precio, además, increíble. Finalmente, con sumo regocijo por parte de todos, una docena de botellitas alargadas y estrechas nos acompañan a la salida, contentos de que estén tan bien acompañadas como nosotros lo estamos sabiendo que nos esperan dignas comidas bendecidas por el vino de los magyares.