jueves, 21 de agosto de 2008

El foso de Attila, rey de los hunos


Cuenta la leyenda que Attila, aquel rey de los hunos tan famoso y criticado por la Historia, está enterrado en el río Tisza, por supuesto en sus riberas, en las cercanías de Szeged, pero nadie sabe muy bien dónde, porque de hecho, ni su tumba ni sus ataúdes han sido hallados. Esto me lo cuenta un digno sucesor suyo, un Attila de diecisiete años que me explica lo siguiente respecto al misterio insondable de un solo cuerpo y tres ataúdes. Resulta que el huno Attila dispuso para sí tres ataúdes: uno de oro, otro de plata y un tercero de plomo. El de oro era el más pequeño y fue introducido en el de plata, y el de plata a su vez en el de plomo. Parece ser que una vez concluida la operación llegó Csaba, hijo de Attila, y mató a todos los servidores de su padre, e hizo desaparecer los tres ataúdes con padre incluido. Con lo cual, este misterio nacional relacionado con la no menos misteriosa y confusa historia de los orígenes del pueblo húngaro queda sin resolver. Quizás, con todo el lío de probar cómo iba lo de los ataúdes, Attila se olvidó en primer lugar de meterse en el ataúd de oro y luego fue demasiado tarde para hacerlo y poder escapar así, muerto o vivo, poco importaba quizás, a la ira de su hijo Csaba, que seguramente no dejó ni quiso dejar rastro de él, ni siquiera el rastro que decían que dejaba su padre Attila, y sobre el cual no crecía la hierba nunca más. Posiblemente aquí acabó su recorrido, por qué no, y a fe que pensó que en un lugar tan verde habría de descansar mullida y frescamente para el resto de la eternidad.

domingo, 10 de agosto de 2008

Los 13 de Arad y la cerveza

El 6 de octubre se conmemora un hecho de importancia nacional en Hungría. El mismo día del año 1849, trece generales del ejército independentista húngaro fueron ajusticiados en la ciudad de Arad (actualmente Rumanía). En aquella guerra de independencia frente a los austriacos, Hungría fue, una vez más, la perdedora, y como castigo ejemplar, el Imperio decidió asesinar públicamente a estos militares, que desde aquel momento son ya héroes de la patria.

Los austriacos celebraron con cerveza la victoria y el acontecimiento, mientras gritaban en contra de los perdedores. Aquello fue quizás excesivo para el pueblo húngaro, humillante en demasía, y el descaro debió de ser patente, porque desde aquel año se forjó la promesa común de que ningún húngaro brindaría con cerveza, al menos durante ciento cincuenta años. En recuerdo de este suceso y de la indignidad del vencedor. Y así ha sido.

Esto lo demuestra un acontecimiento reciente. Me cuentan que una cerveza alemana tuvo hace un tiempo la mala suerte de centrar su publicidad sobre varias personas brindando con la cerveza. Pronto debieron retirar la campaña porque no tuvo éxito alguno.

Así, si ustedes echan cuentas, solamente hace un par de años que este periodo venció, y ya algunos húngaros brindan con cerveza. Pero, es curioso, la mayoría prefiere conservar esta costumbre, y perpetuarla como recuerdo de aquel deshonor. La costumbre se ha convertido en tradición.

sábado, 2 de agosto de 2008

Una bodega en Villány


Villány es un pueblecito del suroeste de Hungría conocido por sus bodegas. Al igual que Eger o Tokaj, es uno de los centros productores del mejor vino del país. Blanco, rosado, tinto. Todos los matices para un paisaje de colinas suaves que asoman hacia el sur a Croacia. Cerca, muy cerca, transcurre el Danubio, amplio y solemne. Las viñas se extienden y el atardecer es dorado. El visitante respira la absoluta tranquilidad, el reposo absoluto del campo, la pureza del aire y el frescor de la brisa. A la entrada de Villány, sobre una ladera, un hombre fuma y toca su acordeón. Quizá lo haga todas las tardes, quizá nunca se haya movido de ahí, quizá nunca lo haga en el futuro y permanezca para siempre mientras unas notas suspendidas en el aire hacen vibrar la luz.

Nos dirigimos a una de las numerosas bodegas, nos internamos en el camino que nos ha de llevar hasta ella, caminamos entre viñas en hileras. Algunos perros ladran en las cercanías. Es septiembre y las uvas están en su punto. Dulces. Por supuesto, al llegar nos recibe toda la familia (pues es negocio familiar) y la señora de la casa, con una sonrisa nos ofrece un vasito de palinka casero, que hay que tomar. Me acuerdo de otras tantas veces, como si viviera una vez más la eterna bienvenida al cielo mediante el licor divino, sin duda de Zeus, pues sabe divinamente a rayos. Ahora parece un atardecer más rojo, y el alcohol se siente caer en el estómago aún vacío. Desde la puerta de esta casa húngara se divisa toda la campiña con sus vides. Un instante para la eternidad. Refresca. Entremos, pues el calor del hogar nos espera. El interior rústico en madera oscura y yeso blanco está decorado con austeridad. Algunos páprika, algunos instrumentos de cocina. Dos grandes mesas corridas esperan a los comensales, y reciben unos calderos llenos de disznópörkölt, un típico guisado de cerdo a la húngara. Con galuska, claro. Y unos pepinillos y páprika en vinagre para acompañar. Mientras el estómago comienza su tarea el bodeguero, orondo, tranquilo y orgulloso nos explica el origen y la historia de la bodega, y después presenta la primera botella de vino, la primera degustación. Un blanco suave como la luz que dejamos al entrar. Un chardonnay excelente del año 1999. Parece que las grandes cosechas fueron las del 97, 99 y 2000. Una segunda botella nos trae quizá el mejor rosado que yo he probado en este país: un Cuvée Rosé del año 98. De un color bermejo acariciador, resulta admirablemente ligero. Finalmente llegamos a los tintos: un Kékoporto y un Kékfrankos, y por petición del catador un Cavernet Sauvignon. También un Cuvée llamado Diana en honor a la hija del bodeguero: una interesante mezcla de sabores. Tras la cena, descenso a los cielos del vino, la bodega. Es el momento de comparar unos y otros vinos, unas y otras barricas. El bodeguero, avezado, bebe el que más, parece feliz compartiendo su vino, comentando sus experiencias. Sonríe pleno de satisfacción. El vino y la charla corren parejos al son de una música húngara que no suena esta noche, pero que otras muchas sí. No importa, en nuestro interior podemos sentir algo de su ritmo y algo de su melancolía, mientras las copas llenas imprimen los cambios modales en la partitura y el descorche de botellas un cambio de tempo...

Al salir, todo está oscuro y hace frío. Se impone el regreso. Atrás queda bodeguero y familia, vinos y barricas. Pero todos nos llevamos, a buen seguro, no sólo una placentera e ilustrativa experiencia, a más de unas cuantas botellas encima, sino también un exquisito e imperdonable sabor de boca.