sábado, 30 de mayo de 2009

La noche de los estudiantes

Cuando el último día del curso universitario finalizan las clases aún queda una última fiesta antes de comenzar los exámenes. Siempre coincide con el mes de mayo, después de la eclosión de una primavera apasionada y sentida con intensidad vital. Llega la noche del último día de clase. Los estudiantes se reúnen por grupos y, tras haber acordado el alquiler o préstamo de un autobús local, un camión o quizás una carreta, se reúnen y comienzan a patrullar la ciudad dando gritos continuamente. ¿Qué buscan, qué pretenden? ¿Es que se han vuelto locos? Oh, es la noche de los estudiantes, que tiemblen los profesores, los pedagogos, los maestros, todo el personal docente. Los alumnos van a buscarlos hasta sus casas, se desplazan con su vehículo, cantando y gritando, con antorchas y luces, si hace falta, hasta más allá de la media noche, buscan y encuentran los hogares de sus profesores, y entonces siguen cantando y gritando y llamando a las puertas hasta que el profesor abre su casa para que los alumnos celebren con él la finalización del curso académico. En cada casa en la que son admitidos, el profesor invita a beber y a charlar si se tercia. Así pasa un buen rato hasta que los estudiantes se sienten satisfechos y salen en busca de su próxima víctima, acaso el profesor de geografía o el de literatura húngara. Esa noche la ciudad se ve despertada por ráfagas de grandes vehículos ruidosos que circulan como rayos vibrantes entre los barrios y de los que brota –collige virgo rosas- la algarabía propia de la juventud gozosa, que a los que escuchan fugazmente desde sus camas les parece soñar el espejismo de un momentáneo regreso de aquella juventud que quizás no tuvieron y que nunca ha de volver.

viernes, 1 de mayo de 2009

El turul, menudo pájaro


En el alto de Tatábanya se yergue un enorme pájaro que simboliza el origen del pueblo húngaro. Des de allí divisa toda la llanura del Transdanubio. A escala mucho más modesta, puede verse también en el barrio del castillo en Budapest, como presidiendo las colinas de Buda y otorgando su majestad al Palacio Real, y admirando el Danubio y la ciudad bajo su la sombra de sus alas. Es el turul, ave mitológica húngara por excelencia.

Cuenta la leyenda que en los orígenes de la fundación del estado húngaro, allá por el siglo VIII o IX, Emesé, mujer perteneciente a una de las tribus nómadas que desde oriente venían buscando Pannonia, tuvo un extraño sueño. Soñó que un enorme pájaro, muy semejante al águila pero muy diferente a ella, se le acercaba volando y la envolvía entre su cuerpo. El animal, que se conocía como turul, portaba entre sus garras una gran espada y lucía sobre su cabeza una corona sagrada. Se esfumó con el sueño y Emesé engendró a un niño al que pondría de nombre Álmos. Álmos fue el padre de Árpád el Conquistador, primero en llegar a la llanura de los Cárpatos y asentarse en ella, descubridor de la tierra patria y bisabuelo de quien noventa años después, con el nombre de Szent István, fundaría oficialmente el reino de Hungría y lo convertiría al cristianismo, allá por el año 1000.

Por lo tanto, según la leyenda los húngaros y la concesión de su estado proceden del reino de los aires, del encuentro soñado entre una mujer y un pájaro mitológico, pues Álmos, que significa sueño en lengua húngara, fue el padre de la primera dinastía históricamente reconocida en Hungría, la dinastía de Árpád.

No sé por qué, tantas veces también he sentido que Hungría es como un extraño sueño que se debate entre la realidad, la belleza, lo imposible y la historia. Y a veces siento que Hungría, con su lengua tan enigmática, con sus gentes tan singulares, con su misteriosa historia llena de luchas y de imperios, quizás no sea más que un lugar mitológico que se sueña a sí mismo continuamente, y que gracias a ello es capaz de sobrevivir, no sólo al presente, sino al pasado, e incluso proyectarse en el futuro en una reinvención continua. Y que a algunos nos permite visitarlo de vez en cuando en su misteriosa y extraña esencia.