sábado, 30 de mayo de 2009

La noche de los estudiantes

Cuando el último día del curso universitario finalizan las clases aún queda una última fiesta antes de comenzar los exámenes. Siempre coincide con el mes de mayo, después de la eclosión de una primavera apasionada y sentida con intensidad vital. Llega la noche del último día de clase. Los estudiantes se reúnen por grupos y, tras haber acordado el alquiler o préstamo de un autobús local, un camión o quizás una carreta, se reúnen y comienzan a patrullar la ciudad dando gritos continuamente. ¿Qué buscan, qué pretenden? ¿Es que se han vuelto locos? Oh, es la noche de los estudiantes, que tiemblen los profesores, los pedagogos, los maestros, todo el personal docente. Los alumnos van a buscarlos hasta sus casas, se desplazan con su vehículo, cantando y gritando, con antorchas y luces, si hace falta, hasta más allá de la media noche, buscan y encuentran los hogares de sus profesores, y entonces siguen cantando y gritando y llamando a las puertas hasta que el profesor abre su casa para que los alumnos celebren con él la finalización del curso académico. En cada casa en la que son admitidos, el profesor invita a beber y a charlar si se tercia. Así pasa un buen rato hasta que los estudiantes se sienten satisfechos y salen en busca de su próxima víctima, acaso el profesor de geografía o el de literatura húngara. Esa noche la ciudad se ve despertada por ráfagas de grandes vehículos ruidosos que circulan como rayos vibrantes entre los barrios y de los que brota –collige virgo rosas- la algarabía propia de la juventud gozosa, que a los que escuchan fugazmente desde sus camas les parece soñar el espejismo de un momentáneo regreso de aquella juventud que quizás no tuvieron y que nunca ha de volver.

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