Esta zona realmente parece un lugar de paseo donde intentan sobrevivir algunos comercios al estilo europeo, un teatro independiente, una buena librería a la antigua usanza y un par de cafeterías de sandwiches exquisitos, contrarrestando el ambiente de barato souvenir y motel de carretera, un tanto abandonado y pendenciero de las calles adyacentes. Pero pocos pasean, apenas nadie en sus tiendas. Sin embargo, el calor del verano produce pequeños milagros: algunos locos que desafían las buenas costumbres, especialmente jóvenes, e incluso alguna familia latina, se acercan con sus flotadores, ¡y al río! Con ropa o en bañador, eso no importa. El ambiente es entonces de una normalidad y una espontaneidad difícil de encontrar en las calles de este país: hay chapuzones, comentarios, grititos, diversión. La tienda que alquila material deportivo tiene preparados kayaks y flotadores gigantes para la temporada veraniega. Claro, esto no es el inmenso, elegante y azul Tahoe, pero sirve a unos pocos estudiantes y familias que no tienen coche o recursos, cual playa de pobres. Al menos, limpia y natural. Probablemente, muchos habitantes de Reno ni siquiera concozcan esta práctica tan natural que, a tenor de los hábitos locales, resulta incluso subversiva, aunque nadie la prohíbe. El Truckee a su paso por Reno, justo debajo del puente que vio nacer a esta ciudad, es un respiro en verano, un alivio de humanidad divirtiéndose en pleno relax y naturaleza. Un reducto protegido por edificios antiguos que apenas pueden ocultar las calles y los casinos detrás, a la vuelta de la esquina. En una tarde de siesta de verano, desde el río, flotando sobre sus aguas, se ve, a quien lo quiera mirar, una extraña fusión de planos: el río y sus bañistas, la iglesia-catedral católica, los sempiternos casinos y el eterno y un tanto irreal azul del cielo de Nevada, como marcando los límites del mundo.
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