Las antiguas casas que aún quedan de la Szeged antigua y tradicional en el barrio que abraza la iglesia de Mátyas muestran en su frontispicio triangular fabricado en madera un tallado que representa unos cálidos rayos de sol. Es ésta una característica tradicional de las viviendas locales y, en cierto modo, un símbolo identificativo de la ciudad de Szeged, una ciudad acogedora donde las haya que atesora cada año dos mil horas de luz diurna para deleite y honra de sus habitantes.Szeged tiene forma de Sol, de sol radiante. Dividida por el río Tisza en dos mitades, en la vieja y nueva Szeged, su reconstrucción urbanística casi total hace algo más de un siglo hizo honor a esta tradición solar: tres anillos o rondas semicirculares rodean como anillos de calor la ciudad. A través de ellos se desarrolla como una contenida vorágine el transporte público y se distribuye la actividad laboral ciudadana. En el interior del anillo central se ubica el corazoncito de esta urbe, con su centro histórico junto al río.
Más allá de la tercera ronda anular, más allá de la periferia, se encuentra la provincia, el campo, un ejemplo más de la llanura húngara, la puszta. El tren llega a la estación por ella, y ya desde varios kilómetros de distancia se observan las picudas torres de la iglesia votiva de Szeged, entre los traquetreos alegres de los últimos metros ferroviarios por recorrer. El tren se alegra y parece querer volar, el viajero también, tras tres horas de interminable llanura y un paisaje acaso verde, amarillo, blanco, según la época, la estación. Atrás quedó el parque natural del Kiskunság. Pero la cuenca del río Tisza no desmerece, su curso nos acompaña. Se huele el aire del sur, la ciudad de provincias. Una bocanada de aire templado da la bienvenida. Bajar a los andenes y pisar la tierra es como encontrarse de nuevo en casa, en una familiaridad difícil de explicar, inmersos repentina y gratamente en el ambiente sereno y tranquilo de quien se sabe llegado al fin de su trayecto. Ahora atardece, el cielo vuela limpio, y el sol cae, un silencio relajante cubre los últimos bufidos de alivio de la locomotora. Cada cual, trabajadores, sobre todo estudiantes, algunos que vienen de visita, toman su equipaje y se dirigen a la ciudad, unos quizá a tomar el autobús o el último tranvía, otros con la fortuna de que vienen a recibirlos, entre los últimos resplandores del día, a la estación, y amigos, amigas, maridos, mujeres, amantes, novios y novias se abrazan y besan entonces junto a las vías y emprenden sosegadamente el camino a casa, al hogar.
El holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial es narrado por sus testigos como una experiencia personal altamente traumática a la que intenta dotarse de cierta universalidad. El afán por transmitir la experiencia de lo que interiormente se vivió acoge diversas metáforas. Quizás una de las más penetrantes sea la de la noche, narrada por Wiesel en un libro que acaba de ver una nueva revisión por el autor. Una prosa directa y depurada pretende llegar a explicar lo que el autor en un principio cree inexplicable e inenarrable. Para Wiesel el judío de aquellos años, tras la experiencia del campo de concentración, sale confuso entre palabras que antes podían ser cotidianas y después adquieren ya unos matices y unas connotaciones inevitables, como la palabra chimenea, que hace temblar al reo que ve tras su humo la calcinación de sus semejantes. Así, es interesante cómo la tarea de estos testigos a los que en la última década se les ha prestado atención editorial -recordemos al Szpilman en versión cinematográfica de Polanski, y el Nobel de Literatura Imre Kertész- se ejerce desde una consciencia obsesionada con una serie de imágenes que buscan describir de una forma directa y sin filtros estilísticos destacados, como para llegar límpidamente a la verdad, aun tamizada por el recuerdo y la eleboración, de la experiencia inicial, pesadilla que se repite para ellos durante muchas noches. Wiesel toma precisamente la noche como metáfora de su experiencia. La noche y su oscuridad que representan los momentos claves en los que él y otros judíos fueron secuestrados de su pueblo natal en Rumanía, la noche de los días y las noches de viaje en un oscuro vagón, hacinados; la noche en que llegan a Birkenau, las noches de enfermedad sin descanso, la noche en que debieron huir sobre la nieve con los nazis ante la llegada inminente de tropas aliadas, la oscuridad del invierno y días subsiguientes... en fin, esa noche y ceguera que supuso de oscuridad para el ser humano, y en especial para el pueblo judío, el holocausto. Si otro escritor como Kertész propone en 