Budapest ha sufrido invasiones de todo tipo. Ha soportado guerras y asedios, destrucciones parciales del centro histórico, cambios políticos continuos. Budapest ha sido un lugar clave en la historia de Oriente y Occidente. También la transición del comunismo al capitalismo la ha sufrido Budapest drásticamente, sólo hay que pasear por las calles de Pest. La competencia entre McDonalds y Burger King, dos en cada esquina (esto no es un exageración), se iguala a la de Pepsi y Coca-cola, que se muestra en cada bar, restaurante o ultramarinos. Otras multinacionales dejan su marca en las calles de la ciudad de una manera patente, campando de una manera poco estética y descarada por doquier. Edificios enteros pertenecen a estas multinacionales. Uno puede imaginar al pueblo húngaro ávido de novedades, hace diez años, y uno puede imaginar también Budapest como un mercado vacío y abierto a quien antes llegue y se apodere de él. Y así es. Esos edificios imperiales, esos palacios, cuya restauración depende de capital extranjero, de una empresa que compre el edificio, acaso por un florín, como ha sucedido. Hace diez años llegó el capitalismo, y arrampló con todo lo que pudo, porque nada valía nada, Budapest era una ciudad ganga, un hueco para el mercado.
Así, Budapest camina entre el lujo y la actividad frenética económica y cultural más elevada y la diferencia social más fuerte en muchos de sus habitantes. Uno encuentra vagabundos por doquier, borrachos abandonados a su suerte, ancianas vendiendo una sola flor en los subtes del metro, y uno encuentra también salas de juego, clubs nocturnos, elegantes teatros y restaurantes. Cielo e infierno se entremezclan y conviven en las mismas calles alucinantes, en las mismas avenidas, como para testificar que el cambio ha sido demasiado brusco, demasiado salvaje, en el que no se ha tenido en cuenta la suerte de muchos, en el que el sálvese quien pueda es la regla de la vida, en el que la pobreza, la picaresca y los negocios millonarios forman un mismo círculo maldito, en el que se aprecia, también, la huella constante de la mafia y de cierta corrupción en el ambiente que deja un poso de olor a podrido, a apariencia forzada y falsificada, a tráfico de muchas cosas, a chulo hortera, a estética de puta que no lo es, a putas que lo tienen que ser, a trata de blancas, a timos para el turista imbécil, a tantas cosas. Y muchos húngaros viven y trabajan en la capital, y muchos viven con normalidad ansiosa de alcanzar la media europea, y otros nadan en la superabundancia y el lujo y la lujuría, otros venden lo que pueden y como pueden, y otros se emborrachan de pobreza y viven en la calle y, como una vez observé en el subte de Nyugati, entre el pasar indiferente de una riada de gente que iba y venía, unos técnicos sanitarios verificaban la muerte de un vagabundo tumbado en el suelo mientras otros dos, sobre una caja de cartón, jugaban su partida ajedrez ante la mirada atenta de alguien que no tenía otra cosa que hacer.
Muchos húngaros jóvenes no se dan cuenta, pero Budapest representa para el visitante atento un rebaño de ovejas desangrado por el lobo, representa una feroz y atroz invasión por un capitalismo que arrasó, con sus carteles de deseos en venta, una ciudad que había quedado desposeída de una ideología caduca y rechazada, quebrada ya. Una ciudad que abría sus puertas, porque no podía ni quería hacer otra cosa, y que tampoco pudo ni supo ni quiso entrecerrarlas a tiempo. De hecho, Budapest es una ciudad muy cosmopolita, pero cosmopolita en el sentido de que más de la mitad de la ciudad es propiedad extranjera. Así, una vez más, la Historia demuestra que Hungría se ve desposeída, en una gran parte, de la gran libertad de elegir el destino que le corresponde, del que ya los húngaros, con su característica resignación, se sienten ajenos.
En los viejos palacios que cubren toda la ciudad, bajo cuyas fachadas avejentadas y agujereadas por las guerras y el olvido, subyace un esplendor contenido, resignado: es la Historia de Hungría, es la Historia que cuentan los húngaros, la Historia de un brillo latente y ocultado. Pero cuando Budapest brille, cuando logre limpiarse de muchas cosas, entonces brillará como ciudad ninguna porque la belleza sorprende bajo las capas de esa resignada y obligada suciedad y pobreza que abaten los edificios más magníficos de Europa. Y entonces, sólo entonces, realmente Budapest se convertirá en justicia en la joya del Danubio.
2 comentarios:
Budapest, como tantas ciudades colonizadas por las multinacionales, ofrece una imagen de desarraigo, que recuerda a sus exiliados húngaros. Desgarradora, como lo es su historia y la falsa unión entre Buda y Pest. Aunque para el viajero también es una exaltación, una ciudad palpitante, con una oferta cultural que abruma, y donde el esplendor pasado se asoma a cada paso. Tal vez junto con el resto de tierras húngaras, actuales y pasadas, sea el cofre del Danubio, esperando a ser apreciado como merece.
Gracias por la serie!!
Hay en tu post mucho orgullo, pero también bastante dolor y una pizca de rabia. Si estuviese por aquí Márta ella se reafirmaría en su idea de que eres medio húngaro, pues esas son las emociones que mejor los describen. Quizás un día, en uno de esos análisis de sangre, lleguemos a detectarte la presencia de algo como el cseresznyepaprika viajando por tus venas. Budapest siempre será la joya del Danubio, pero también será ese reclamo para el extranjero, al que se le venderá como esas mujeres "tristes y pintadas", esas "curvas" que pasean junto al río, ante la escondida pero atenta mirada de sus agresivos chulos. Esa Budapest que se promete al foráneo, que lo encandila a él y se encandila, plena de autenticidad facilona y escarmentada, bien adecuada al guiri. Esa que desprecia la Hungría provinciana... Miserable y exuberante, sigue siendo hermosa, hermosa, tan perdidamente hermosa...
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