jueves, 15 de enero de 2009

Un vasito de palinka

En cierta ocasión viajábamos con dos amigos españoles y, según nuestro programa, nos detuvimos, tras un día agotador de visita en el Balaton, en Sümeg, un pueblecito muy tranquilo coronado por uno de esos castillos que habitan aquí y allá las colinas del país. Teníamos alojamiento en una pensión familiar y a ella nos dirigimos, aunque tardamos en encontrarla por la oscuridad y porque en un pueblo tan pequeño uno siempre corre el riesgo de perderse, especialmente con un mapa en la mano. En cualquier caso, descubrimos al final de una calle y un caminito nuestra posada o albergue, una casita húngara de dos pisos que es negocio familiar para alojar turistas y visitantes.

La hospitalidad húngara es proverbial, casi una cuestión nacional, quizás si exceptuamos a los habitantes de Budapest. Algunos. Dejémoslo ahí. En Sümeg nos recibieron marido, mujer e hija, con tres sonrisas, una bandeja en la mano y cuatro vasos de aguardiente (palinka) como bienvenida. Afortunadamente habíamos almorzado tarde, pero posiblemente era el palinka con mayor graduación que haya probado en toda la geografía húngara; no podía ni adivinarse qué fruta había sido disuelta en aquel alcohol casero. Inmediatamente después, una vez que vaciamos nuestros vasos, nos acompañaron amablemente a nuestras habitaciones, bien rústicas, y nos explicaron todo lo que había que explicar y nosotros entendimos lo que había que entender, que su hija hablaba algo de inglés y entonces ella nos preguntó cuándo bajaríamos a cenar. Descansamos un rato y luego nos agasajaron con comida abundante, como es costumbre, y una vez más pedimos demasiado, nos equivocamos pidiendo y al final fue imposible acabar con todo, entre risas y chanzas. La velada fue entretenida y no exenta de ternura, pues nuestro anfitrión nos dedicaba palabras en romance que acaso recordara de tiempos antiguos, de otros invitados, y nos sonaba a italiano, rumano, español y alemán. Aunque este último no sea romance. Sin duda, aquella familia se había ganado ya nuestra simpatía y especialmente el cabeza de familia, con su donaire sin par. La mujer de la casa, bajita y oronda, en su papel de cocinera, esperaba ansiosa nuestra aprobación sobre los platos, y todo eran preguntas y comentarios multiligües al finalizar cada cual cada uno de sus platos. Dormimos algo pesadamente, quizá, pero dormimos bien, y a la hora convenida la mañana siguiente nos encontró en el recibidor dispuestos a un desayuno generoso e imposible. Y así fue, no sin antes o después tomar un vasito de palinka, al oportuno e insospechable saludo de un Good morning, Vietnam! alegremente pronunciado. Luego, entre hipos y ardores, era imposible acertar con el queso y el cuchillo o la boca y la taza del café, aunque tras la despedida y de camino al coche, toda la familia nos sonreía y agitaban sus manos como si esperaran un próximo regreso o como si, de no suceder nunca, esperaran que nos lleváramos muy ardientemente su imagen junto con su palinka bien dentro de nuestra sangre y nuestro corazoncito. Y a fe que lo consiguieron.

3 comentarios:

Maribel dijo...

Gracias por este nuevo post de tierras húngaras.
Inevitable asociar la historía con la búsqueda nocturna del alojamiento el Balatonfüred,cómo fué la casera quién tuvo que buscarnos y orientarnos hasta el hotel familiar y cómo el desconocimiento, y atrevimiento con el húngaro, dió lugar a las consiguientes risas, por un gracias que también parecía pronunciado bajo los efectos del palinka. Por cierto, recuerdo el de pera,y es verdad que sus efectos parecen atenuar las dificultades de comunicación multilingues.
Leo los últimos diarios de Sandor Marai, me emocionan intensamente, es una pasión que tiene su origen en vuestra particular odisea, y no puedo evitar acordarme de Anna la Dulce de Kostolányi, ¿qué palinka nos ofrecería?

monikita nipone dijo...

Quizás un palinka de miel de brezo con un ligero gustito a canela...¿?

monikita nipone dijo...

Por cierto, esto de estar perdidos en tierras magyares me recuerda cierta abuela a la que llegamos a saludar tres veces, junto a un mismo letrero caído también las tres veces y un abuelete moviendo, como un espantapájaros las manos para indicarnos el camino y salir de aquella circularidad amenazadora y mítica (realmente llegué a pensar que nos quedaríamos ahí eternamente dando vueltas y vueltas, como en aquel anuncio del BBV y un tío dale que dale en la rotonda...).